Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

martes, 26 de enero de 2010

Zapatos, sofás y el arte del regateo.

El otro día llegó el tapicero a casa.

Le precedieron las largas punteras de sus zapatos. No sé si se trata de una moda pasajera o por el contrario, de una tradición bien arraigada, pero no hay egipcio que se precie que no calce un híbrido, digamos entre zapato y babucha, de una longitud tal, que la puntera se ondula con el uso y los pasos se transforman en zancadas de siete leguas. A parte de esta característica típicamente cairota, al zapato de Abdel Aziz le acompañaba otra, el polvo indómito de esta metrópoli ganada al desierto.

Pobre hombre, pensé, allí quieto en la puerta, ajeno a la radiografía que hacía de su vestimenta. Me avergoncé de mi descaro y sin mediar palabra, le dejé pasar.

La pobre M. tuvo que hacer de traductora porque no encontrábamos un idioma diferente del árabe en que pudiéramos entendernos. Así que él y yo, yo y él, los verdaderos interlocutores, ni nos mirábamos y a pesar del escaso medio metro que nos separaba, nos lanzábamos los mensajes a través de ella como si no estuviéramos presentes.

La cuestión era tapizar un sofá que la buena de Gorbea, mi perrahuevona, había utilizado de cama cada vez que la vigilancia en casa se relajaba.

Lo miró un par de veces de arriba abajo, tocó aquí y allá y al final, con el morro fruncido, como si esto ayudara a hacer mejor el cálculo, nos sorprendió con un: "1500 libras". P, otro amigo presente en la negociación que conocía bien sus precios, le hizo un gesto de negación con la mano que todos entendimos y exigió la tarifa habitual.

Abdel Aziz argumentó largamente el motivo por el cual mi sofá sería el más caro de cuantos había hecho anteriormente y como no pasé por el aro, más por cabezonería que por dinero, se marchó airado dándonos con la puerta en las narices.

Mientras nos tomábamos un café en la cocina y decidíamos dónde comprar la tela y sobre todo, dónde encontrar un sustituto, sonó el timbre y ahí estaban de nuevo sus empolvados-zapatos-babucha, esta vez, con una oferta mejor, pero nada que fuera su tarifa oficial. Así que a pesar del intento, tampoco esta vez coló y la puerta volvió a cerrarse.

Pero como no hay dos sin tres, después de unos diez minutos el timbre sonó de nuevo y apareció el hombretón, que sin mediar palabra se disponía a desmontar el sofá con decisión, pero sin herramientas y lo más importante, a hacer el trabajo por el precio que realmente costaba.

Tengo que confesar que jamás hubiera esperado semejante reacción, el hombre parecía más duro que el acero y jugaba el papel de "indignado" de una forma bastante creíble. Llegados al acuerdo y lejos de tomar aquella "negociación" como un fracaso, Abdel Aziz se mostró encantado con el nuevo pedido.

Entonces me di cuenta que el regateo es un arte y además un juego, un juego con misteriosas y desconocidas reglas que jamás llegaré a entender.


*Foto: tejado del cairo islámico, con sofá y terraza con vistas.

domingo, 17 de enero de 2010

El Cairo, lo inverosímil es cotidiano.

Después de varias semanas fuera, ayer tocaba una escapada al supermercado para normalizar la vida doméstica y surtir con alguna alegría mi lánguida nevera.

Como era viernes, día de oración, me imaginé que las carreteras estarían más tranquilas de lo habitual y decidí aventurarme al Carrefour del "Dandy Mall", que se encuentra en una zona desértica de nueva construcción a las afueras de El Cairo.

Con un ánimo exultante, me senté en el coche sin más expectativa que la de disfrutar del trayecto y de sus curiosidades. Debo reconocer, que la prolongada ausencia renovó mis ánimos y me reconcilió con esta ciudad, con sus extravagancias y manías. Y como en toda vuelta a casa, la miré con añoranza y fui incapaz de encontrarle defectos que hicieran nuestra relación insalvable.

Miré las calles y no pude evitar comparar el recorrido con el último que hice entre Colonia y Frankfurt, donde todo estaba tan limpio y organizado, que hasta la propia naturaleza parecía estar limitada a crecer entre barreras invisibles, limpia de polvo y broza.

Semejante comparación me causó risa cuando me incorporé a la autopista a trompicones, entre carros tirados por burros, coches que volaban, camiones que bufaban reculando y perdiendo carga e intrépidos transeúntes que cruzaban jugándose la vida, entre un tráfico enloquecido de cuatro carriles que a veces parecían siete y por donde circulaba cualquier cosa que tuviera ruedas o patas. Que aquello pudiera funcionar, se debía a Alá, sin duda.

Y como la velocidad no me dejaba hacer fotos, me abandoné somnolienta a tamaño barullo hasta que mis ojos descubrieron una pareja de hombres que conducían de una manera muy peculiar.

Les miré por detrás, a buena distancia. Iban conduciendo dos motos, que circulaban a la par ocupando un carril de la autopista. Los coches, a velocidad de vértigo, les adelantaban con un enorme vaivén y me pareció que en cualquier momento se los tragaría el tráfico. Esto no debía asustarles, al contrario, parecía que iban de charla como si estuvieran caminando por cualquier bulevar.

Cuando fui a adelantarles, me di cuenta de la situación. Uno de ellos iba ligeramente adelantado y llevaba el motor apagado, sí habéis leído bien, seguramente sin gasolina. Su compañero circulaba remolcándole con su moto, pero no con cables, ganchos o cualquier artilugio apropiado para tal menester, no. El buen amigo, debía serlo, se había arremangado la galabeya hasta la pantorrilla y colocado su pie izquierdo desnudo en la parrilla trasera del otro y con una habilidad manifiesta, iba empujándole con la pierna aprovechando la velocidad e impulso que le proporcionaba su propio vehículo. Me quedé deslumbrada con semejante visión y me llamé de todo por no tener la cámara a mano.

Mientras me volvía para verles la cara, aquella nueva escena cairota había desaparecido de mi vista entre chapas y polvaredas. Aquí la dejo, con palabras, para recordar que fue cierta.