Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

martes, 24 de marzo de 2009

Buenos días Cairo!

Mi ascensor siempre está ocupado, ya lo conté en una ocasión, así que muchas veces bajo las escaleras de dos en dos y me precipito en la calle con un florido "sabaH il khayr". El bauab y sus coleguitas me miran satisfechos con mis progresos y si un día les digo alguna palabra nueva el alboroto es tal que se dan de golpes unos a otros mientras se tronchan con mis ocurrencias.

Luego me planto en medio de la carretera, haciendo cintura esquivando un tráfico que poco le falta para subirse por las aceras y llevarse todo por delante. Con el alma en vilo espero a que pase un taxi de los que tienen todas las ruedas y no les faltan
las ventanas o las puertas. Valorarlos en la distancia, con la velocidad que llevan es tarea ardua, os digo.

Me para el primero y según abro la boca, pone cara de no querer llevar a un extraño cuya lengua no entiende. Cosa rara, porque la reacción suele ser la contraria y lo hacen encantados, sea por diversión o por sacarse un par de libras extras. El segundo viene ya con pasaje y no me apetece compartir, pero se empeña en subirme a toda costa dando gritos por la ventanilla para llamar mi atención. Como me ve poco decidida, se gira y con instrucciones firmes le dice a la pasajera que lleva que se pase delante y que me deje el sitio. Me sorprende que la chica, velada, lo haga sin
chistar y me da una vergüenza inmensa el privilegio concedido.

El hombrecillo tiene cierta edad, va despeinado y sin afeitar, parece que ha pasado mala noche. A unos doscientos metros se baja mi compañera y desde la calle, le lanza una pelotilla de billetes viejos. Él, la recoge sin mirar, se la mete en el bolsillo y se tira alocado, entre acelerones, hacia mi destino en Maadi.


Este trayecto suele estar siempre colapsado por el tráfico, así que me pongo cómoda y echo un vistazo a la gran avenida, al Nilo, que en un pequeño tramo, apenas unos metros, tiene un carácter más rural, salpicado de palmeras y pequeños barquitos de pescadores faenando en la ribera.


El tráfico es una locura que se agrava por los miles de viandantes que circulan alocados en todas las direcciones, cruzando la carretera, parando la circulación para descender de los taxis o de los cientos de autobuses que transitan por la zona.

Las mujeres se escurren hábilmente entre los coches, transportando niños e incluso enormes bultos en sus cabezas, escondidas detrás de sus velos y de largos faldamentos que a veces dejan asomar una especie de pijama o pantalón deshilachado que arrastran y con el que van levantando toda la porquería del suelo. Sus p
ies, negros renegros, agrietados, como si se hubieran adherido a una gruesa capa de neumático para hacerlos más resistentes al entorno, van calzados en una especie de sandalias que no sé por qué siempre son uno o dos números más pequeñas del necesario y se quedan encajadas en el abultado empeine dejando medio talón fuera.

La ruta pasa por un hospital. No hay ningún cartel informativo, lo sé porque veo llegar a cantidad de lisiados, mujeres que arrastran en volandas a algún viejo, cojos, tuertos recientes, contrahechos, heridos, todos pobres de solemnidad, sucios y arrugados como pasas. La espera en estos lugares es eterna y a falta de sillas, se
sientan en la acera con la espalda apoyada en el muro de entrada, algunos, febriles, no se sostienen derechos y les ves escurrirse, con la cabeza y torso ladeados. Los acompañantes no les dejan solos, las mujeres sentadas en el suelo sobre sus faldamentos negros, los hombres callados, en silenciosa espera. Miro de reojo, sin querer ver. No me acostumbro a la dureza de este país.

Nos adelanta un camión que transporta a un caballo todavía enjaezado. Como el
animal es grande, lo han colocado de lado, sobre uno de sus lomos, encajado de mala manera entre las dos paredes y lo han atado por varias partes para inmovilizarlo y que no salte del remolque. El pobre está muy nervioso e intenta liberarse de aquella imposible posición que le tiene que estar torturando y pega brincos y da coces contra la chapa que me parecen como gritos de auxilio. No puedo evitar llevarme las manos a los ojos, lo hago a menudo, como si esto pudiera abstraerme de semejantes espectáculos y liberarme de la desazón que me producen.

Despierto de este mal sueño cuando veo que mi taxista, aprovechando un hueco en el tráfico empieza a hacer de las suyas. Reacciono y le hago gestos rápidos para que pare porque me parece que nos vamos a empotrar en un autobús que hay a 20 metros.
Alocado se vuelve y me contesta que no,que no y que no. Lo que me faltaba, uno que se ha vuelto loco... Veo que acelera para hacer la jugada y me veo boca abajo en el Nilo, así que grito fuerte, muy fuerte y sólo así consigo asustarle y que recupere la razón. Me quiero bajar inmediatamente pero no para, sencillamente no le da la gana. Me pide perdón hasta 20 veces, mirando hacia atrás y soltando el volante para gesticular con las manos, vaya día...le echo una bronca de impresión que no entiende pero que me sirve de desahogo.

Llego a mi destino, se vuelve y me dice, amigos, de verdad amigos?.

viernes, 20 de marzo de 2009

Vientos y tormentas del desierto.

Ya ha llegado el khamaseen, un caluroso y polvoriento viento que todos los años visita, durante unos cincuenta días, el norte de África y la Península Arábiga.

Cuentan los cronistas que este fenómeno atormentó al ejército de Napoleón en su campaña por Egipto y lo debilitó ante unos nativos más que preparados para hacer frente a sus veleidades.

Algunos días lo oigo llegar desde la cama y me despierta como el canto del muecín, con ritmos sarracenos, azotando las palmeras de la ribera del Nilo. Me gusta asomarme a mi ventana, al abrigo y mirar las aguas llenas de espumas blancas que me recuerdan, a falta de algo más parecido, al mar cantábrico en los días de temporal.

Cuando estos vientos atizan los polvos del desierto llegan las tormentas de arena, que en muchas ocasiones aparecen de manera inesperada, transformando el paisaje de El Cairo, que pierde definición, se opaca, se desdibuja, se agita y arremolina, se torna sepia, como una foto antigua, rayada, rescatada de algún arcón.

En estos días, me pregunto cómo es posible que los habitantes de esta ciudad sobrevivan, año tras año, a unos vientos que pueden alcanzar los 140 km por hora. Y digo esto porque cuando miro los tejados de la ciudad, cubiertos de antenas parabólicas, muebles viejos, bolsas de basura y salpicados de pequeñas chozas de hojalata, con cocinas, mesas, sillas y animales domésticos a la intemperie, siento pocas ganas de salir de paseo e imagino que en cualquier momento, todo aquello saldrá volando y aterrizará en nuestras cabezas sin remedio alguno, gatos, carneros, ollas, carteles luminosos y todo lo que tan celosamente guardan los edificios de esta ciudad.

Hoy tenemos uno de esos días. El aire, pesado y caliente alborota y levanta el polvo. Los bauabs han salido a rezar,
los turbantes permanecen en sus cabezas, ajustados con técnicas que seguramente tuvieron que adaptarse a semejantes torbellinos. Sus sillas de plástico, vacías, recorren las calles arrastrándose a cuatro patas, como en un poltergeist.

Y es agradable ver que la vida continúa, nada se detiene, es viernes y esto no lo cambia ni la peor de las tempestades, todos están rezando en las mezquitas. Los que pueden dentro, los que no, fuera, cientos de cuerpos descalzos encima de pequeñas alfombrillas, llenando las aceras, las carreteras, como un gran atasco de cuerpos doblados orientados a la Meca. El tráfico se detiene, no pueden circular, los conductores no pitan, no gritan ni gesticulan, guardan una ceremoniosa espera.

Mientras tanto, el viento va serenándose.

martes, 10 de marzo de 2009

Yacoubian, Asswany. De azares y probabilidades


Ya os conté en cierta ocasión que un día, paseando por el downtown cairota, me paré frente a un inmueble antiguo con la extraña sensación de estar ante el edificio Yacoubian.

Cuando llegué a casa y miré la dirección que uno de los protagonistas menciona en la novela, comprobé que me había equivocado sólo por un número. Me qued
é maravillada por semejante coincidencia y porque mis pasos, se pararan en aquella calle y no en otra de las miles que trazan una ciudad de más de veinte millones de habitantes.

Pues bien, parece ser que esta casualidad no iba a ser la única y el caprichoso azar dispuso que mi camino se cruzara de nuevo con esta fantástica historia.


Así que el otro día, después de aquella divertida reunión con mariachis y tequila, me volví a encontrar de manera inesperada, mientras sorteaba el tráfico de la ciudad cruzando callejuelas menos transitadas, con otro edificio cuyo cartel de neón me hizo pegar un brinco.

Lo vi de refilón. El cartel estaba encendido y colgaba revirado de la fachada. Me pareció leer su nombre, Asswany, dentista. Me quedé boquiabierta, estaba segura de que era la consulta del autor del "Edificio Yacoubian", que además de escritor es médico.

En cuanto tuve oportunidad volví a pasar por allí. El libro me pareció tan interesante que estuve valorando la posibilidad de dejar sacarme una o varias muelas y
aprovechar el momento para hablar con él, aunque fuera entre babas y alcoholes, pero qué queréis que os diga, la idea no me sedujo lo suficiente y preferí quedarme con su literatura. Vida y azares.




martes, 3 de marzo de 2009

El Cairo y sus sorpresas.

La semana pasada estuvo salpicada de compromisos y en una de aquella noches, mientras disfrutaba de una velada con mariachis, tacos y margaritas, en otro lado de la ciudad, no muy lejano del que me encontraba, tenía lugar el desgraciado atentado de Khan el Khalili.

Entraba en casa feliz, todavía con regusto a sal y limón y con el "México lindo y querido" trompeteando en mi cabeza, cuando el telediario de última hora me sorprendió con la noticia. Se me encogió el cuerpo y el mariachi saltó espantado de mi pentagrama cerebral. Sentada en la cama, a medio desvestir, pensé con cierta aprensión en todas las veces que había frecuentado las terrazas de los cafés aledaños a la mezquita de Al Hussein. Y me imaginé el caos producido en aquel lugar, no sólo plagado de turistas, sino de vendedores locales, lisiados, pedigüeños y familias pobres pasando la tarde a la sombra de los muros de la mezquita. Me horrorizó la idea.

Al día siguiente, no saqué el tema con ningún egipcio. Cuestiones de cortesía, porque sé que a la mayoría, este tipo de actos les produce vergüenza. Así que aquella mañana, viajé más bien taciturna en el asiento trasero de mi taxi amarillo, haciendo recuento de todos los obstáculos que una ciudad como esta levanta en el camino y que le dejan a uno, literalmente exhausto.

Pasé por la calle trasera del Hotel Marriott y había un despliegue policial importante que iba seleccionando víctimas para pasar un control rutinario. Los pobres perros, un par de dálmatas, se encargaban de olisquear los bajos de los coches, moviéndose con paso cansino, desganados, seguramente porque esta raza nunca se ha dedicado a semejantes menesteres. Pensé en la preciosa terraza del jardín, siempre tan animada y con personal tan exótico, pero después de las noticias de la noche anterior, no me apeteció entrar.

El tráfico en esa zona era un magnífico caos agravado por la hora en la que todos los escolares terminan su jornada. Miré por la ventanilla derecha y me encontré con un pequeño fragmento del Nilo asomando entre los árboles de aquella avenida.

Allí estaba estancada en aquel taxi amarillo, algo más confortable que los "smp", pero con un conductor nervioso que fumaba demasiado y que de vez en cuando se daba la vuelta con ojos inyectados en sangre y me gritaba, ve? ve por qué odio venir a este barrio? y rezaba acompañándose de una grabación que me tenía aturdida y que de vez en cuando daba órdenes que me hacían saltar sobresaltada en el asiento trasero.

Este es sin duda uno de los suplicios de esta ciudad y un ejercicio que prepara tus nervios para sobrevivir en situaciones extremas. Con ese humor de perros estaba yo cuando de la nada apareció una enorme nube que cubría toda la calle y se arremolinaba entre los coches parados en el atasco. Miré y me costó darme cuenta de que aquello era una nube formada por miles de abejas enloquecidas que no sabían hacia dónde ir. Le grité al taxista que cerrara las ventanas y me aseguré de que ningún animal hubiera entrado. Esto, le dejó tan aturdido que se calmó y me preguntó asustado qué eran aquellos bichos. Y allí estaban a millares, al otro lado de las ventanillas, dándose cabezados desconcertadas. Pensé en los demás taxis sin puertas ni ventanillas y me alegré de que aquel día, la divina providencia me hubiera mandado uno de los modernos. Qué ciudad caprichosa y llena de peligros inesperados y qué vida a merced de las casualidades y de encuentros desafortunados.

Seguimos avanzando por una de las estrechas calles de Zamalek donde hay varias escuelas. En medio de un alboroto tremendo encontramos cientos de niños esperando a sus padres y que en ausencia de aceras lo hacían en mitad de las estrechas calles, entre el tráfico, sorteando como podían los espejos retrovisores que les empujaban al paso. Una niña de unos ocho años se puso en jarras y le increpó con voz aguda a mi taxista algún disparate aprendido, seguramente, de la necesidad de hacerse respetar en medio de aquel tráfico horrendo.

Los más traviesos tocaban los coches y se acercaban retadores, unos dando la cara, otros la espalda, como si se tratara de un preciso juego de habilidad tan arriesgado como el toreo. A todo este desmadre había que añadir las colas de taxis que esperaban por encargo a algunos niños y que paraban en mitad de la calle produciendo aquellos atascos eternos. Mirar dentro de uno de ellos era como meter la cabeza en una casita de muñecas donde se amontonaban hasta 10 niños que gritaban, se mordían o empujaban por hacerse un hueco.

Llegué a casa y me alegró poner pies en tierra firme. Allí me encontré con Mohamed, mi bauab, sentado en su banco, charlando alegremente con un té en la mano y vi que algunos mundos no cambian, que siempre esperan para asegurarse de que tu vida recupere su equilibrio.