Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

lunes, 31 de agosto de 2009

Ramadán y el canto del muecín.

Estamos en Ramadán, la única época del año donde el ritmo cardíaco de El Cairo, ciudad-hervidero baja tanto, que uno llega a preocuparse por el compás de sus latidos y el buen estado de su tensión arterial.

A ciertas horas de la tarde, el silencio, la ausencia de tráfico y el recogimiento de la gente, me llenan de asombro, como si la ciudad se transformara por unos minutos, en otra que no es, distante, taciturna, pero sobre todo modosa, sí, eso es, modosa.

Un paseo en los momentos que preceden al fin del ayuno, es una experiencia única para los que vivimos aquí. En este momento del día, cuando el sol está a punto de perderse, la ciudad se queda en silencio, las calles, tiendas, puentes y avenidas se vacían como por arte de magia. Es algo que impresiona, acostumbrados como estamos, a las calles-hormiguero, que nunca descansan, que no dan tregua.

Os confieso que me arrebata la sensación tan novelesca que produce el paisaje, como si parte de la humanidad hubiera desaparecido de la tierra repentinamente y sin dejar pistas.

Me encanta correr escaleras abajo, de un brinco plantarme en la calle y mirar en todas direcciones para confirmar que aquellos personajes que me rodean durante todo el año, veinticuatro horas al día, se han esfumado sí, esfumado de un plumazo. Sólo el reguero de dulces aromas árabes que se desliza por las rendijas de puertas y ventanas, revela de alguna manera semejante y súbito abandono.

Y es que ha llegado el momento más importante del día, la hora en la que todos los devotos musulmanes están en sus casas, sentados ante una mesa repleta de delicias y con el oído atento esperando el canto del muecín, que anunciará el fin del ayuno desde los cientos de minaretes que salpican la ciudad. Es el disparo al aire, el sonido del silbato, la señal de que la carrera ha empezado.

Entonces, la calma se transforma en júbilo y las voces se alzan. Los víveres circulan por las mesas calmando la ansiedad y la penuria pasada durante el día. Se arma la de San Quintín, gastronómicamente hablando, claro. A partir de ese momento y hasta que el sol asome por el horizonte, la noche transcurrirá entre copiosas comidas y largos maratones de telenovelas en televisión. La hora de ir a la cama, nunca llega.

Y al día siguiente, mejor no preguntes por nadie, la ciudad se despereza a la hora que le parece y empieza lánguidamente otra larga jornada de ayuno. El día se vuelve noche y la noche día.

jueves, 20 de agosto de 2009

El Cairo, "La victoriosa", la que siempre gana.

Tardé algunos días en acostumbrarme a la idea de que enseñar los brazos no tiene un significado especialmente erótico en nuestra cultura, me costó ver que es algo normal, que las piernas también se muestran, el estómago, la espalda y si me apuras el trasero, oooole.

Nadie que no haya vivido en alguno de estos países del Oriente comprenderá la felicidad que sentí con tal descubrimiento y la rapidez con la que recordé mis raíces y tiré por la ventana camisetas interiores, recatados escotes y cualquier prenda a la que me hubiera acostumbrado por necesidad y no por voluntad, ya sabéis de lo que hablo.

Pero semejante emoción fue efímera, como todo en esta vida y ahora, de vuelta en "La Victoriosa", me cuesta volver a la rutina y acostumbrarme a que lo normal es el recato llevado hasta el martirio y digo esto, porque no me imagino cómo deben sentirse las cada vez más numerosas mujeres que se esconden bajo rígidos atavíos dejando ver apenas sus ojos y soportando temperaturas de más de 40 grados.

Camino por las calles redescubriendo mi barrio, escucho los silbidos alocados que salen de las casetas de policía, los mismos con los que a veces llaman a los animales, no me vuelvo. No entiendo sus palabras, pero L. me dice que susurran impertinencias, hacen proposiciones deshonestas o hablan del tamaño de sus miembros. Me da un escalofrío, nunca pensé que la ignorancia lingüística tuviera alguna ventaja, pero yo, por lo menos, le encuentro una, me ayuda a atravesar las calles sin que me produzca vértigo.

Llego a la torre y subo en el ascensor con un hombre mayor. En el brazo lleva un ramo inmenso de unas flores que no conozco. Huelen como las camelias pero son de tallo muy largo. De reojo veo que corta dos o tres y rezo para que no se le ocurra ofrecérmelas, el paseo matutino me ha puesto los pelos de punta y sólo quiero pasar desapercibida.

El hombre se acerca y me obsequia tres flores, frescas, blancas y aromáticas. Me las ofrece con mirada limpia, sonrisa sincera y un desinterés tal que me conmueve profundamente.

Llego a la planta alta y miro a mi alrededor a través de los cristales. Es mi reencuentro con las pirámides, con Saqqara, Dahshur
y el desierto. Me adelanto y mi vista atraviesa la ciudad, el Nilo y llega hasta la ciudadela. El panorama me sobrecoge, como siempre. Según paso voy escuchando los alegres buenos días, llegan los abrazos, las bienvenidas, las sonrisas y las risas. Me meto en la rutina con la misma sensación de siempre, que El Cairo te da de todo, bueno y malo y de todo en grandes dosis.