Estamos en Ramadán, la única época del año donde el ritmo cardíaco de El Cairo, ciudad-hervidero baja tanto, que uno llega a preocuparse por el compás de sus latidos y el buen estado de su tensión arterial.
A ciertas horas de la tarde, el silencio, la ausencia de tráfico y el recogimiento de la gente, me llenan de asombro, como si la ciudad se transformara por unos minutos, en otra que no es, distante, taciturna, pero sobre todo modosa, sí, eso es, modosa.
Un paseo en los momentos que preceden al fin del ayuno, es una experiencia única para los que vivimos aquí. En este momento del día, cuando el sol está a punto de perderse, la ciudad se queda en silencio, las calles, tiendas, puentes y avenidas se vacían como por arte de magia. Es algo que impresiona, acostumbrados como estamos, a las calles-hormiguero, que nunca descansan, que no dan tregua.
Os confieso que me arrebata la sensación tan novelesca que produce el paisaje, como si parte de la humanidad hubiera desaparecido de la tierra repentinamente y sin dejar pistas.
Me encanta correr escaleras abajo, de un brinco plantarme en la calle y mirar en todas direcciones para confirmar que aquellos personajes que me rodean durante todo el año, veinticuatro horas al día, se han esfumado sí, esfumado de un plumazo. Sólo el reguero de dulces aromas árabes que se desliza por las rendijas de puertas y ventanas, revela de alguna manera semejante y súbito abandono.
Y es que ha llegado el momento más importante del día, la hora en la que todos los devotos musulmanes están en sus casas, sentados ante una mesa repleta de delicias y con el oído atento esperando el canto del muecín, que anunciará el fin del ayuno desde los cientos de minaretes que salpican la ciudad. Es el disparo al aire, el sonido del silbato, la señal de que la carrera ha empezado.
Entonces, la calma se transforma en júbilo y las voces se alzan. Los víveres circulan por las mesas calmando la ansiedad y la penuria pasada durante el día. Se arma la de San Quintín, gastronómicamente hablando, claro. A partir de ese momento y hasta que el sol asome por el horizonte, la noche transcurrirá entre copiosas comidas y largos maratones de telenovelas en televisión. La hora de ir a la cama, nunca llega.
Y al día siguiente, mejor no preguntes por nadie, la ciudad se despereza a la hora que le parece y empieza lánguidamente otra larga jornada de ayuno. El día se vuelve noche y la noche día.
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