Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

jueves, 8 de julio de 2010

Regreso de los Cuadernos, pero de Colonia.

Después de tanto tiempo, hoy, por fin, he conseguido sacar adelante el primer post de mis Cuadernos de Colonia.
Lo que contaré de estas tierras, quizá no sonará tan exótico como el Medio Oriente, pero os aseguro que también tiene su "miga".

Un abrazo para todos y hasta pronto.

Cuadernos de Colonia

viernes, 19 de marzo de 2010

Hasta la vista, Victoriosa!

Me di cuenta de que de verdad me marchaba cuando vi entrar en mi casa a aquel grupo de desconocidos en uniforme azul y logotipo estampado en el pecho.

Uno detrás de otro los vi pasar, arrastrando cajas, rollos de papel blanco, plástico de burbuja y muchos, muchos metros de cinta selladora.

Por dónde quiere que empecemos madam? La pregunta me sonó a pistoletazo de salida y no acerté a darles más que un par de instrucciones obvias. Ya sabía lo que se avecinaba, en cuestión de horas no quedaría rastro visible de los últimos dos años de mi vida. Suspiré concentrándome en una última e intensa mirada a mi alrededor.

Sin mediar más palabra se pusieron manos a la obra, abriendo uno y otro armario, recogiendo y embalando todo a velocidad de vértigo, mientras yo me movía a su ritmo, buscando nuevas posiciones desde las que controlar que las cosas más importantes se empaquetaran bien y no se hicieran añicos al primer empujón.

Descubrí que cuando estaba presente, aquellos muchachos, que me miraban de reojo, se afanaban de lo lindo en hacer de su trabajo un arte, pero si me despistaba, aunque fuera un minuto, se apresuraban en envolver rápidamente y de cualquier manera lo que tuvieran entre manos como si estuvieran ocultando algo, que de ningún modo podía ser descubierto.

Los dos primeros días transcurrieron con una relativa calma, había suficientes muebles como para dar trabajo a aquella insaciable tropa y mantenerla tranquila. Pero el último día fue agotador, había que asegurarse de que todo estaba listado en las cajas y que nada se quedaba en tierra, con lo cual les tuve todo el día febriles pisándome los talones con un "y esto también, madam?

Y así llegó el día en el que desaparecieron el salón y los dormitorios, las alfombras, la terraza y las plantas, de pronto no había nada que comer, ni beber y tampoco toallas en el lavabo.

No sé por qué no sentí nada cuando vi las enormes pilas de cajas que llenaban todas las habitaciones. Supongo que a fuerza de cambios y de tener que afrontar nuevos y desconocidos retos, he aprendido a controlar la tremenda emoción que puede ocasionarte un cambio de entorno.

Salí a la terraza y miré de nuevo el Nilo y lo sentí como la primera vez que lo vi, como si su ritmo pausado se hubiera llevado parte de mi historia.

Y esto fue lo último que quise quedarme bien grabado en mi mente.

Bajé a la calle como cada día, acompañada de un intenso olor a comino que se escapaba por las puertas. Mohamed, mi querido bauab, se levantó enderezando su espalda a duras penas y me abrazó, sin ocultar las lágrimas ni la pena del momento. Uno detrás se otro se fueron despidiendo los coleguitas con los que compartía banco, té y charla todos los días, aquellos que siempre me daban al unísono los buenos días. Y este fue el final.

Ahora os escribo desde Colonia, ciudad alegre de fríos inviernos y talante mediterráneo, atravesada también por un poético río, el Rin, que parece dar continuidad a mi vida junto al otro que tan cerca tuve, el Nilo.

Y recuerdo El Cairo y lo hago a través de mis cuadernos, como vosotros. Supongo que cuando pase el tiempo, seguiré viniendo para recordar con cierta nostalgia aquello que viví y que me impresionó profundamente. Pero lo mejor de todo es que me encontraré con vosotros, los que tuvisteis el interés de seguirme y de hablarme y también sentiré la huella que dejaron todos los que pasaron tantas veces en silencio. Los cuadernos son por eso, de todos.

Y como esto no quiere ser una despedida, nos veremos pronto, muy pronto, con otras historias, esta vez algo más frías, sin olor a comino, pero efervescentes, con espuma de cerveza y con un delicioso gusto a codillo y mostaza. Así que, hasta muy pronto!

lunes, 15 de febrero de 2010

Khan el-Khalili y el valor de las cosas.

El otro día volví a Khan el-Khlalili y como siempre me deslumbró el alboroto que reina en sus callejones, ese ir y venir de gentes y las voces de los vendedores que a gritos te hablan en todos los idiomas intentando descubrir tu origen, "¿espaniola, espaniola? hola hola Coca-Cola".

Cuando ya me habían pasado por la cara una cantidad considerable de absurdos objetos que debía comprar y me habían hecho varias propuestas matrimoniales, ninguna a considerar seriamente, llegó el momento de escapar de aquel hervidero, pero a dónde?.

Dejando la calle principal el ambiente es otro y aunque también bullicioso, como cualquier lugar en El Cairo, hay menos turismo y mucha vida de barrio. Aquí nadie te gritará, tocará o hablará en tu idioma y podrás concentrarte con todos los sentidos en la peculiar vida cotidiana que fluye entre callejones.

Es un buen lugar para comprar en los talleres artesanales que surten al bazar. Te dará un ataque cuando veas los precios y comprendas que la ganga que creías haber comprado cien metros atrás, no es tal y que has pagado por ella hasta cinco veces más su precio.

En estos barrios, los comerciantes hablan poco o nada de inglés y aunque tendrás que entenderte por señas, saldrás airoso, el lenguaje de los dedos es universal...5 dedos, 5 libras.

Y escapando de aquel tumulto llegué a una pequeña tienda de objetos antiguos, destartalados. No había nada que estuviera completo, a todo le faltaba algo, pero el propietario que debía ser de lo más creativo, enderezaba, montaba y atornillaba unos con otros, dejando piezas de diferentes estilos, materiales y épocas.

El vendedor comprendió que yo era su oportunidad y no estaba dispuesto a dejarme escapar, así que se puso a cocinar un té que no hubo manera de rechazar sin armar un conflicto alcance desconocido.

Me senté a esperar en aquella especie de cueva de Alí Babá y recorrí una y otra vez las estanterías intentando descubrir algún objeto completo cuyo valor hubiera pasado desapercibido a su propietario.

En el tiempo que me llevó tomarme aquella bebida hirviente, me dio tiempo a encontrar un par de piezas con una gracia tan especial que quise comprarlas.

Al hombre, simpático y buen negociador, lo mismo le daban 5 que 50 y calculaba unos precios que, válgame el cielo, hasta risa daban. Lejos de rendirme, decidí luchar y me enredé en un largo combate de regateo.

Después de interminables negociaciones, teatro e incluso de salir de la tienda en dos ocasiones hasta que el vendedor volvió a buscarme, logré hacerme con mi trofeo.

Llegué a casa y miré aquellos objetos embelesada. Charlé con P. largo y tendido y pensé si habría pagado un precio justo o no. El calorcito de la incertidumbre me recorrió el estómago, pero decidí ignorarlo.

Los miré de nuevo con regocijo y recordé lo que alguien dijo una vez: "si algo que has comprado es capaz de sacarte una sonrisa, su valor es mucho mayor que el precio que has pagado por ello".

Y sí, aquella historia había merecido la pena.

domingo, 7 de febrero de 2010

Peluquero de hombres.

Mi barrio, además de estar lleno de comercios de lo más variopinto, está bien surtido de pequeñas peluquerías, la mayoría para el público masculino. Los que me seguís habitualmente, sabéis que con sólo nombrar el término peluquería, se me ponen los pelos de punta y que desconfío de todo el que tenga unas tijeras en la mano, sobre todo si se dice llamar "hairstylist".

Pero por fortuna, esta historia no va de mis fatales experiencias con este gremio, sino de las de otros.

Hace ya algún tiempo, al bueno P. se le ocurrió cortarse el pelo en el barrio. A los más curiosos les diré que cuando salió de aquel lugar olía a aceites de indescriptibles e intensos aromas y tuve que mantenerme a una distancia más que razonable para no perder el sentido. Como siempre soy muy solidaria con el dolor ajeno, traté por todos los medios de convencerle de que aquello no estaba mal del todo y de que el pegajoso perfume que todo lo impregnaba, se le iría en un plisplás

Así quedó la cosa y no se habló más del tema. Pero claro, aquel pelo comenzó a crecer dejándose ver el corte en toda su plenitud y el pobre de P. comenzó a transformarse en alguien más parecido a Cristóbal Colón en sus tiempos de descubridor o como mi madre hubiera dicho, a un macero real, pero de los de hace varios siglos.

No lo creeréis, pero hicieron falta varios meses y un par de cortes, para que aquella especie de pelo-casco pasara de nuevo al mundo terrenal y lo más importante, al presente siglo.

Desde aquel día, el barbero en cuestión, que siempre está apostado a la puerta del local, le jalea en cuanto le ve pasar, pretextando que el pelo ya necesita un arreglo. Desde la distancia y con una enorme sonrisa de tú-a-mí-no-me-pillas-más, le dice noooooooo y el hombre, sentido donde los haya, se queda con cara de incomprensión y desamparo.

Pero ayer, incomprensiblemente, P. decidió visitarle de nuevo. No para un corte de pelo, que hubiera sido el colmo de la osadía, sino para un retoque de su bigote y barba. En este asunto no se puede equivocar mucho, me dijo convencido.

La idea me encantó y me pegué a su lado para desvelar los entresijos de aquel local por el que paso todos los días y en el que ronronean tres empleados, al parecer hermanos.

Por suerte, aquello de "sólo hombres", no contaba en el local y me invitaron amablemente a esperar en un sillón de escay destartalado, cuyo relleno de espuma se desbordaba por cada una de las esquinas como si fuera a explotar.

Me fije en los espejos, grandes y desangelados y en una escasa repisa repleta de productos femeninos, pero utilizados en clientes masculinos. Botes de laca y tintes de la marca "Áfricafashion", varios tubos de peeling "freewoman" en aroma fresa, limón y sandía, algunos frascos de crema "sensitive" mal cerrados, cera, gomina, aceite hidratante "Shahrazad" y no sé cuantas cosas más.

Por la pared bajaba el tubo de goma del aire acondicionado que llegaba a descargar el agua a un bote vacío de suavizante para la ropa que habían colocado entre las piernas de un cliente.

Lava cabezas no había, pero sí un destartalado aparato antiguo para hacer tratamientoshidratantes de vapor, de donde habían colgado un par de ambientadores, que me imagino soltarían entre vapores todo su aroma, dejando al pobre cliente ligeramente aturdido.

Unas cortinas de plástico llenas de lamparones, separaban la primera salita de una segunda, que todavía daba más miedo. Por todo mobiliario llegué a advertir una mesa de plástico y varias sillas blancas con una capa de una espesa mugre negra.

Y aunque el panorama os pueda parecer desolador, os diré que el ambiente era de lo más simpático, con una tele colgada del techo que nadie miraba aunque emitía ruidos y varios clientes de la zona, al parecer también expatriados, esperando turno. Sí, habéis leído bien, esperando turno, porque aunque cueste creerlo, el lugar es uno de los más frecuentados del barrio.

Y es que esta ciudad te enseña avalorar y medir las cosas de otra manera, a relativizar hasta que todo se vuelve normal, natural. Es inteligente y necesario para adaptarse y convivir.

Y la barba? impecable. Si ya lo decía él...en este asunto, no se puede equivocar mucho.

martes, 26 de enero de 2010

Zapatos, sofás y el arte del regateo.

El otro día llegó el tapicero a casa.

Le precedieron las largas punteras de sus zapatos. No sé si se trata de una moda pasajera o por el contrario, de una tradición bien arraigada, pero no hay egipcio que se precie que no calce un híbrido, digamos entre zapato y babucha, de una longitud tal, que la puntera se ondula con el uso y los pasos se transforman en zancadas de siete leguas. A parte de esta característica típicamente cairota, al zapato de Abdel Aziz le acompañaba otra, el polvo indómito de esta metrópoli ganada al desierto.

Pobre hombre, pensé, allí quieto en la puerta, ajeno a la radiografía que hacía de su vestimenta. Me avergoncé de mi descaro y sin mediar palabra, le dejé pasar.

La pobre M. tuvo que hacer de traductora porque no encontrábamos un idioma diferente del árabe en que pudiéramos entendernos. Así que él y yo, yo y él, los verdaderos interlocutores, ni nos mirábamos y a pesar del escaso medio metro que nos separaba, nos lanzábamos los mensajes a través de ella como si no estuviéramos presentes.

La cuestión era tapizar un sofá que la buena de Gorbea, mi perrahuevona, había utilizado de cama cada vez que la vigilancia en casa se relajaba.

Lo miró un par de veces de arriba abajo, tocó aquí y allá y al final, con el morro fruncido, como si esto ayudara a hacer mejor el cálculo, nos sorprendió con un: "1500 libras". P, otro amigo presente en la negociación que conocía bien sus precios, le hizo un gesto de negación con la mano que todos entendimos y exigió la tarifa habitual.

Abdel Aziz argumentó largamente el motivo por el cual mi sofá sería el más caro de cuantos había hecho anteriormente y como no pasé por el aro, más por cabezonería que por dinero, se marchó airado dándonos con la puerta en las narices.

Mientras nos tomábamos un café en la cocina y decidíamos dónde comprar la tela y sobre todo, dónde encontrar un sustituto, sonó el timbre y ahí estaban de nuevo sus empolvados-zapatos-babucha, esta vez, con una oferta mejor, pero nada que fuera su tarifa oficial. Así que a pesar del intento, tampoco esta vez coló y la puerta volvió a cerrarse.

Pero como no hay dos sin tres, después de unos diez minutos el timbre sonó de nuevo y apareció el hombretón, que sin mediar palabra se disponía a desmontar el sofá con decisión, pero sin herramientas y lo más importante, a hacer el trabajo por el precio que realmente costaba.

Tengo que confesar que jamás hubiera esperado semejante reacción, el hombre parecía más duro que el acero y jugaba el papel de "indignado" de una forma bastante creíble. Llegados al acuerdo y lejos de tomar aquella "negociación" como un fracaso, Abdel Aziz se mostró encantado con el nuevo pedido.

Entonces me di cuenta que el regateo es un arte y además un juego, un juego con misteriosas y desconocidas reglas que jamás llegaré a entender.


*Foto: tejado del cairo islámico, con sofá y terraza con vistas.

domingo, 17 de enero de 2010

El Cairo, lo inverosímil es cotidiano.

Después de varias semanas fuera, ayer tocaba una escapada al supermercado para normalizar la vida doméstica y surtir con alguna alegría mi lánguida nevera.

Como era viernes, día de oración, me imaginé que las carreteras estarían más tranquilas de lo habitual y decidí aventurarme al Carrefour del "Dandy Mall", que se encuentra en una zona desértica de nueva construcción a las afueras de El Cairo.

Con un ánimo exultante, me senté en el coche sin más expectativa que la de disfrutar del trayecto y de sus curiosidades. Debo reconocer, que la prolongada ausencia renovó mis ánimos y me reconcilió con esta ciudad, con sus extravagancias y manías. Y como en toda vuelta a casa, la miré con añoranza y fui incapaz de encontrarle defectos que hicieran nuestra relación insalvable.

Miré las calles y no pude evitar comparar el recorrido con el último que hice entre Colonia y Frankfurt, donde todo estaba tan limpio y organizado, que hasta la propia naturaleza parecía estar limitada a crecer entre barreras invisibles, limpia de polvo y broza.

Semejante comparación me causó risa cuando me incorporé a la autopista a trompicones, entre carros tirados por burros, coches que volaban, camiones que bufaban reculando y perdiendo carga e intrépidos transeúntes que cruzaban jugándose la vida, entre un tráfico enloquecido de cuatro carriles que a veces parecían siete y por donde circulaba cualquier cosa que tuviera ruedas o patas. Que aquello pudiera funcionar, se debía a Alá, sin duda.

Y como la velocidad no me dejaba hacer fotos, me abandoné somnolienta a tamaño barullo hasta que mis ojos descubrieron una pareja de hombres que conducían de una manera muy peculiar.

Les miré por detrás, a buena distancia. Iban conduciendo dos motos, que circulaban a la par ocupando un carril de la autopista. Los coches, a velocidad de vértigo, les adelantaban con un enorme vaivén y me pareció que en cualquier momento se los tragaría el tráfico. Esto no debía asustarles, al contrario, parecía que iban de charla como si estuvieran caminando por cualquier bulevar.

Cuando fui a adelantarles, me di cuenta de la situación. Uno de ellos iba ligeramente adelantado y llevaba el motor apagado, sí habéis leído bien, seguramente sin gasolina. Su compañero circulaba remolcándole con su moto, pero no con cables, ganchos o cualquier artilugio apropiado para tal menester, no. El buen amigo, debía serlo, se había arremangado la galabeya hasta la pantorrilla y colocado su pie izquierdo desnudo en la parrilla trasera del otro y con una habilidad manifiesta, iba empujándole con la pierna aprovechando la velocidad e impulso que le proporcionaba su propio vehículo. Me quedé deslumbrada con semejante visión y me llamé de todo por no tener la cámara a mano.

Mientras me volvía para verles la cara, aquella nueva escena cairota había desaparecido de mi vista entre chapas y polvaredas. Aquí la dejo, con palabras, para recordar que fue cierta.