Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

jueves, 30 de abril de 2009

Mujeres de otros mundos.

Bajaba en el ascensor con la cabeza perdida en los quehaceres diarios, así que cuando abrí la puerta y me topé con dos mujeres ocultas hasta los ojos en largos hábitos negros y envueltas en las sombras propias de la tarde, me pegué un susto de muerte y apenas acerté a balbucear un insípido saludo.

Confieso que encontrar entre mis encantadores vecinos a una pareja tan exótica, me produjo extrañeza y despertó mi curiosidad por conocer algo de sus vidas.

A fuerza de no encontrarlas las fui olvidando, hasta que ayer mi querida vecina Yasmin, me contó entre té y dulces árabes algo que arrojó luz sobre el asunto, pero que me dejó más asombrada de lo que estaba.

Mira querida, me dijo en un inglés que fluía como un torrente entre sus labios, esa señora fue toda la vida muy normal, educada, culta y médica de profesión. Un día, hace unos pocos años, la encontré cubriendo su cabello con el hiyab, algo que me sorprendió por inusual. Entonces me contó que aquel cambio se debía a que en el hospital en el que trabajaba, se estaba ejerciendo presión sobre las empleadas y se les sugería el uso de ropa más apropiada y acorde con el Islam.

Yasmin, sin estar de acuerdo, entendió su postura y no volvió a sacar el tema, hasta que hace unos meses, la encontró de nuevo junto a su hija de apenas 16 años, ambas irreconocibles bajo un nuevo atavío negro, el Niqab, que sólo dejaba ver sus ojos. Con pesar, le preguntó si todo estaba bien, pero ella sólo contestó: "Dios es el principio y el final de todo". Esta respuesta bastó, me dijo con ojos muy despiertos, ahí ya supe lo que estaba pasando y no debía insistir más.

Nos quedamos un rato en silencio, yo absorta y perdida en un mundo tan desconocido como inquietante.

Suspiró y continuó hilando esta historia con la suya propia. Ahora entenderás por qué decidimos pasar buena parte de nuestra vida en Boston, dijo. Aquel cambio fue necesario para conseguir que mi hija tuviera un pasaporte americano que le permitirá salir de este país si las condiciones empeoran, tener oportunidades y vivir con dignidad en otro lugar del mundo.

Tomé el último sorbo de té y luego de un caluroso abrazo, regresé a casa con el eco amargo de esta historia de mujeres de otros mundos.

*En la foto, señora con Niqab.

sábado, 25 de abril de 2009

Al Misfah, las aguas y las arenas.

Cuando llegué a Al Misfah, me pareció haber traspasado los horizontes perdidos de la legendaria Shangri- La.

Después del largo y tórrido trayecto que asciende entre imponentes y escarpadas
montañas desprovistas de vegetación, encontrar aquel encantador y sombreado oasis me causó una enorme sorpresa que me alejó del mundo y me colocó, en un suspiro, en uno de los frescos y frondosos jardines de las Mil y Una Noches.

Las pequeñas casas, excavadas en la roca hace cientos de años y su entramado de estrechas calles de gruesos muros, cubren de sombra mi paseo. Las huertas en terraza con su especial sistema de canales de riego llamado Aflaj, consiguen que en aquella inhóspita región crezcan las más diversas plantas y flores, palmeras y árboles frutales, limas, mangos y plátanos, cultivos agrícolas e incluso arroz.

La placidez y el frescor serenan el ambiente e invitan a sentarse en alguno de sus rincones y escuchar el discurrir del agua que clara gorjea en los suaves descensos produciendo una música que llena el ambiente de alegre sosiego.

En algunos lugares bien protegidos por la vegetación, me encuentro con vecinos que disfrutan de la charla y de la tranquilidad que propicia el lugar. Sigo caminando entre canales y llego a un lugar que advierte a los hombres de que se encuentran en feudo
de mujeres y que no sigan en esa dirección.

Sigo avanzando por un paisaje de vértigo. De un lado, tengo una enorme ladera de piedra en la que tengo que apoyarme, del otro, un precipicio sin fin y entre ambos un canal de agua por cuyo estrecho muro tengo que caminar. No se oyen ni las moscas,
parece que no hubiera vida. Me cruzo con una adolescente preciosa que acaba de hacer la colada a juzgar por el barreño que porta en su cabeza y pasa sonriente a mi lado, en aquel estrecho camino, sin importarle la desprotegida caída libre.

Regreso y allí donde el paisaje se abre, descubro a un viejillo cuidando su huerta, entre una vegetación exuberante, ajeno al desierto que aguarda afuera. Desde aquel punto hay unas vistas impresionantes de la cordillera. La luz de la tarde matiza los colores y en lugar de parda parece naranja, verde y negra. Hasta donde alcanza mi
vista, sólo veo arenal y piedra.

Llega la hora de irse y abandonar esa improvisada sesión natural de meditación y relajación para adentrarse en las montañas y los perfumes de Omán.

lunes, 20 de abril de 2009

De Muscat a Nizwa en el día de oración.

La carretera que conduce de Muscat a Nizwa va atravesando una puntiaguda y caprichosa cadena montañosa que parece esculpida a cincel y veteada de verdes, negros, chocolates y terracotas, que me recordó a un enorme pastel cortado al bies mostrando sus apetitosos rellenos.

De vez en cuando el terreno aparece salpicado con palmeras, indicador de agua y de la existencia de un oasis. A su sombra, camufladas, aparecen pequeñas viviendas de gruesos muros protectores, aislantes del calor y de curiosas miradas. No se perciben voces ni ruidos, la vida transcurre tranquila y discreta. Sólo algunos cam
ellos pastan perezosamente a la sombra de las murallas, los veo de lejos, incrédula y emocionada. Jamás había visto a estos animales en libertad y sobre todo sin turistas en la joroba.

Ver gente por las calles de Bahla es prácticamente imposible y las mujeres parecen no existir, todo ocurre de puertas adentro. Un par de niños salen a nuestro encuentro y nos saludan encantadores. Una niña pequeñísima y hermosa, con los ojos pintados de khol me dice la única palabra que seguramente conoce "tankiu" y le envió un beso con la palma de la mano que me devuelve inmediatamente. Me sorprende que la
comprensión de este gesto haya llegado tan lejos y me intriga su procedencia.

Desde algunas partes del oasis hay una vista preciosa de las casas más antiguas y de las murallas que todavía cercan el asentamiento. El calor es tremendo y enciende el cuerpo, así que seguimos camino hacia el siguiente oasis.


Entrar en Nizwa, justo a la hora en que el muecín llamaba a la oración fue una fortuna inesperada. Me pareció haber traspasado las puertas de otro mundo, un mundo virgen y exótico sacado de los relatos viajeros de otros tiempos, un mundo sólo para mis ojos. Me entró un hormigueo indescriptible cuando vi las construcciones blancas, los estrechos callejones frescos y la calle principal llena de hombres y niños vestidos de blanco inmaculado, almidonados, solemnes y elegantes que se dirigían con prisa a su cita con Alá.

Me senté en un sombreado y tranquilo soportal frente a la mezquita para observar discretamente la oración. Era tal la multitud que ya no cabían dentro y los que llegaban tarde tenían que buscar algún lugar en el pórtico o en los alrededores del recinto, así que en unos pocos minutos mi estratégica posición dejó de serlo y me vi rodeada de alfombrillas y piadosos. La situación me resultó tan chocante que decidí
salir de allí antes de tener que pasar por encima de sus cabezas. Nadie pareció sorprenderse de mi presencia aunque era la única mujer en la calle.

La temperatura seguía subiendo, así que decidimos continuar, todavía había que llegar a Al Misfah.

sábado, 18 de abril de 2009

Rumbo al Sultanato de Omán


Estoy sentada en el aeropuerto de Abu Dhabi, esperando el vuelo a Omán.

Hay una pequeña cafetería que en lugar de sillas tiene unos sofás que me recuerdan a Morfeo, así que me he echado en sus brazos y he pedido un té de jazmín, con la esperanza de entrar en calor y olvidarme de un aire acondicionado que sopla como el viento del polo, llegando desapacible a cada rincón.

Me llama la atención que a muchos de los viajeros no parece afectarles en absoluto, porque les veo caminar con ropas muy ligeras. Supongo que llegan de la ciudad, donde la temperatura llegará a unos cuarenta grados.

Las chicas asiáticas, las más modernas, llevan minivestidos y sandalias de lo más fashion, parecen ligeras muñecas de boquita pintada. Las indias, morenas de ojos infinitamente negros y trenza larga azabache van envueltas en saris de seda de colores cálidos, elegantes, como su propio porte. Entre las occidentales hay de todo, pero nada que me llame la atención, excepto una señora que lleva orgullosa un pantalón corto que se le sube por la entrepierna y que apenas le cubre el trasero. Según avanza se le mete por donde no debe, separando su retaguardia en dos grandes jamones. Si lleváramos un espejo retrovisor incorporado, otro gallo cantaría, seguro. En contraposición a todo esto, las mujeres del golfo, que pasean de un lado a otro con sus largas abayas negras de crepé, livianas, flotando en el aire como libélulas.

Enfrente se sienta una madre saudí con tres niños, que aligera mi espera. El entretenimiento es tal que sólo vuelvo a la realidad cuando oigo la llamada al vuelo. Tengo que echar a correr, ya sin pensar en el frío. Adiossssssss.

martes, 7 de abril de 2009

Un estrés de perros.


Ayer fui con Gorbea al veterinario.

Llamé a Ibrahim, el taxista todoterreno, que es bien apañado y lo mismo transporta grupos de turistas que árboles o perros y además sin hacer ningún aspaviento. Teniendo en cuanto que estos pobres animales son considerados impuros y la mayoría de la gente les teme y evita, la cosa es de agradecer.

Tuvimos que atravesar buena parte de El Cairo, dando los brincos de costumbre, con el pobre animal cabeceando de un lado al otro y yo con el temor de que acabara saltando por la ventana, que por supuesto llevaba abierta. Semejante travesía, aunque incómoda, merecía la pena porque me habían dicho que el veterinario tenía un programa en la tele y eso, amigos, da un poquito de confianza cuando no se tienen muchas alternativas.

Llegué cuando abrió la consulta, a eso de las seis y media y tuve que arrastrar a Gorbea, que se olía el percal, por un largo pasillo hasta la enorme sala de espera.

El lugar estaba preparado para albergar a una buena cantidad de clientes que ya esperaban con el número del "súper" en la mano. Cuando saqué el mío, vi que tenía a más de 30 cuadrúpedos por delante y si tenemos en cuenta que la costumbre aquí es que la familia acuda al completo a cualquier acontecimiento, os imaginaréis el "ambientazo" que había en aquel lugar.

En un lado se iban sentando los gatos, en el otros los perros y las especies raras en tierra de nadie. Gorbea no podía creer su suerte, sin salir de caza y aquel botín de felinos a mano...hizo varios intentos y echó algún bocado al aire hasta que comprendió que el esfuerzo no le reportaría beneficio alguno y se tumbó a dormitar con la oreja levantada.

La espera fue larga, eterna, así que tuve la oportunidad de estudiar los patrones de convivencia de animales de dos y cuatro patas en un medio tan reducido como aquel.

Una madre y su hija dueñas de un gato consentido, iban cambiándose temblorosamente de silla cada vez que un perro se sentaba a su lado. Jamás he visto una cara de terror tan innecesaria como la de aquella muchacha. Cuando se acabaron los sitios libres se tuvieron que conformar con un vecino algo nervioso que no hacía más que sacudirse y lanzar salivazos.

Cansadas de la larga espera y de sacudirse las babas, se acercaron a una tienda bien surtida cuyo escaparate daba a la sala de espera. Se decidieron por una especie de cochecito de muñecas Barbie de un azucarado color rosa chicle con un habitáculo especial para sacar a pasear al gato. Ver para creer.

De pie, charlaban los propietarios de un pitbull y un bóxer que retozaban y ladraban compulsivamente. Me pregunté todo el tiempo si querían guerra, estaban de guasa o se iban a poner cariñosos en cualquier momento y a dar el espectáculo. Los dueños se tronchaban de la risa cuando en un descuido, uno de los bichos tiraba con fuerza y lograba poner sus patazas encima de alguno de nosotros. Nos tuvieron con el alma en vilo hasta que pasaron a consulta, uno de ellos arrastrando al dueño de rodillas.

Lo mejor llegó cuando un abuelo de turbante blanco se sentó en el suelo dejando asomar sus calzoncillos largos y sacó un vaso de plástico con una especie de carne con verduras que todavía olía a comino. Pensé que se iba a armar la de dios es cristo y calculé que en la altura en se había sentado iba a ser pasto de perros, gatos y demás animales hambrientos, pero el viejillo desdentado, se metió la pitanza casi debajo del sobaco y dio cuenta de ella en un suspiro.

Mientras tanto, el propietario de un gato de angora sollozaba desconsolado acariciando al animal. Me olí lo peor y le vi hacer una llamada que no hizo más que sacarle hipos y lágrimas, así que al final ya no supe si era cosa del animal o asuntos del corazón. En medio de aquel espacio lleno de historias apareció un perro herido, con un corte en algún sitio... lo que faltaba...yo no valgo para nada y menos para ver animales heridos.

Cuando por fin pasamos, el televisivo veterinario estaba agotado, así que como hacen los médicos cuando no saben lo que tienes, le diagnosticó alergia causada por estrés, le puso un par de banderillas mientras la pastora le miraba con ojos de cordero degollado y nos mandó a casa. Eran casi las 12 de la noche.

domingo, 5 de abril de 2009

El masajista.


El otro día volví a la pelu.

Las de la entrada, que son todas de baba, me enviaron por equivocación a una sección que no correspondía. Entonces cuando aquella mujer vestida de blanco me dijo que me quitara la ropa, me pareció que algo no marchaba bien, porque hasta la fecha, nadie me había exigido semejantes condiciones para atusarme un poco el pelo. Cuando le aclaré los motivos de mi visita, me miró desconcertada y me dijo, perdone señora, le han enviado a la planta equivocada, yo soy la masajista.

Así que recogí mi bolso y cambié de departamento acompañada por un sujeto ataviado con un traje granate de enormes hombreras doradas. Cuando me abrió galantemente la puerta contigua y aspiré los perfumados aromas, supe que había llegado a la planta de "lavado y encerado".

No sé si sabréis, pero en este bendito país, se valora mucho el masaje capilar. No hay peluquero que se precie que no se ponga concienzudamente a masajear tu cuero cabelludo como si se tratara de reducir el diámetro de tu cabeza y arrancar el mayor número posible de pelos. El que consiga más, gana, yupi!.

Como he comprobado que nadie puede sustraerse a este ritual, me tumbé sin chistar en el sillón. El aprendiz se lanzó jovialmente a su trabajo, presionando con saña el cráneo en general y las sienes en particular.

Aquellos cuidados prometían dejarme secuelas y aunque quise escaquearme, no pude ya que el tarado aquel me tenía inmovilizada con sus manazas. Lo que yo estaba viviendo en aquel infame sillón, no podía ser verdad, sin duda aquel zopenco se había escapado de algún sitio.

Intenté relajarme pensando que la sesión terminaría en un pis-pas, pero aquella tortura parecía no tener fin, ya que el peluquero que debía peinarme estaba ocupado haciendo tirabuzones en la cabeza de una rusa y supuse que tenían que hacer una maniobra de despiste costara lo que costara.

Aquello se estaba convirtiendo en un dolor de cabeza y una desazón que no iba a desaparecer fácilmente, eso sin contar la posibilidad real que tenía de perder el conocimiento.

Me armé de valor y le supliqué que dejara el masaje de una vez. Me miró con pesar, con cara de artista incomprendido, pensando en qué clase de persona sería yo para rechazar semejantes cuidados. Me volví a recostar con la esperanza de que se fuera a buscar las toallas, pero entonces sentí cómo hacía un ovillo con el largo de mi pelo y comenzaba a refrotarme el contorno de la cara para levantar los restos de color que podrían haber teñido mi piel. Entonces temí las peores heridas por abrasión. Si se hubiera tratado de quitar la roña de una cazuela vieja, no se hubiera podido emplear más fuerza bruta, que lo sepáis.

Aquello iba a acabar como el rosario de la aurora y me volví de nuevo y le dije muy despacio,mientras el agua me resbalaba por el cuello, hasta el ombligo, que 15 minutos de lavado bastaban y que hiciera el favor de quitarme las manos de encima. Por fin comprendió. Buscó la toalla y regresó a seguir frotando, esta vez para retirar el exceso de agua. Mire desesperanzada hacia los espejos y me divirtió ver a la rusa, que era medio tonta, con unos tirabuzones postizos que parecían sacados de la película de mujercitas.

Me dirigí hacía mi sillón temiendo la siguiente fase.

*En la foto, una pelu de barrio.

sábado, 4 de abril de 2009

La blogosfera y el EGO.

Con este post, me salgo de tema, pero es que el mundo de la blogosfera está fatal.

A los problemas de saturación, falta de calidad, nuevas tecnologías que ganan ventaja y la larga retahíla de malos augurios que diariamente pronostican las revistas especializadas, hay que añadir la poca seriedad con que algunos medios de comunicación tratan a los autores de blogs.

Desde que aterricé en este espacio virtual accesible a todo el mundo, he recibido en varias ocasiones propuestas de productoras "millonarias" y medios de comunicación "importantes" en nuestro país y con grandes cuentas de publicidad, que pretendían ponerme a trabajar con los más variopintos encargos sin darme nada a cambio, léase gratis.

Siempre me despertó curiosidad semejante pretensión, sobre todo por la popularidad que tiene su práctica y nunca he podido imaginarme cómo alguien que se dedica al periodismo, puede pedir a otro que haga propuestas o redacte artículos, acuda a conferencias o exposiciones y pensar que lo va a hacer por amor al arte o por ver su nombre escrito en algún lugar visible al resto de los mortales.

Si les preguntas por honorarios, te dicen, honorarios? pues mira, no, vamos muy pillados con el presupuesto,ufff no pagamos a nadie, si quieres pongo tu nombre, enlazo tu blog...total es una cosilla de nada, no te va a llevar mucho tiempo.

Debe ser que el EGO nos puede y que los astutos Medios, que saben mucho de esto, lo utilizan para poner la manzana en el camino de blancanieves y esperar a que muerda, ya saben que hay muchos que lo harán, pero lo cierto es que a mí me suena a abuso profesional, aunque venga con el consentimiento de ambas partes, es casi tan fácil como ponerle y luego quitarle el caramelo a un niño.

Como de momento parece que la cosa está así, seguiremos observando la movida bloguera con esperanza y diciendo NO a semejantes prácticas.

Vuestra opinión me interesa.

miércoles, 1 de abril de 2009

El Cairo. Mi barrio y sus asuntos cotidianos.


Hoy, entrando en mi calle, me he topado con una montaña de basura que ocupaba una plaza de aparcamiento. Parecía como si un gran contenedor, con todo tipo de desechos inorgánicos, muchos de ellos chamuscados, hubiera volcado en semejante lugar. Me quedé sorprendida y me pregunté cómo alguien había conseguido depositar tal cantidad de porquería en una zona limpia y muy transitada sin que le hubieran arrestado y azotado en el trasero en una plaza pública. Entended que esto último es más bien un impulso personal, que una realidad.

Me pareció que a nadie le afectaba este regalo de dudosa procedencia, aunque ocupaba la entrada de un precioso edificio antiguo que se dedica a actividades culturales y adornaba el camino hacia una interesante galería de arte moderno.

La garita de policía está a sólo un par de metros y los tres uniformados de turno, parecían no enterarse de nada porque les vi sacar sus taburetes al fresco y comerse un kushari con vistas a aquella inquietante montaña. Los de enfrente, capataces de un edificio en construcción, estaban sentados sobre la arena en unas sillas de plástico destronchadas por el uso y despachaban sus asuntos con los obreros, ajenos a cualquier cosa que ocurriera fuera de su entorno más próximo.

Seguí caminando extrañada, pensando en aquel miserable vertido cuando me encontré con la sonrisa desdentada de mi querido Mohamed, el bauab, que para la mañana, especialmente fría, había elegido una curiosa indumentaria y parecía disfrazado de guerrero sarraceno. Por la cabeza se había puesto un rodete de un paño grueso que dejaba colgando por los lados, como orejeras y sobre los hombros llevaba una especie de manta que le colgaba a modo de capa hasta el suelo y que dejaba ver un par de sandalias de goma negra que llevaba sin calcetines.

Le pillé en pleno desenfreno, reservando para los vecinos de mi escalera, un par de huecos de aparcamiento que habían quedado libres. Como se vio necesitado de ayuda, pegó un par de voces que llegaron a los portales colindantes y enseguida aparecieron como hormigas, otros compañeros de labores.

Advertí que todos los coches estaban aparcados en punto muerto y les vi desplazarlos estratégicamente a golpe de brazo, pie y cadera como si fueran autos de choque, ahora un metro hacia delante, poooomb, ahora estos dos hacia atrás, blommmmb, se iban acunando unos a otros. Así, con cada coche ocupaban dos plazas e impedían la entrada a los foráneos. Para rematar la jugada, colocaron un par de taxis en doble fila y bloquearon todas las plazas. Si os había quedado alguna duda de quién controla las calles en El Cairo, espero haberla despejado.

Me volví para repasar la jugada con una cierta perspectiva y descubrí que el último coche de la fila había quedado medio encaramado en aquella montaña de desperdicios como si tal cosa. Lo que en otro entorno me hubiera causado horror, aquí sólo me produjo un extraño hormigueo cercano a la diversión que acabó convertido en media sonrisa.

Ya en el ascensor, me prometí no intentar comprender este extraño, pero fascinante mundo, mejor lo disfrutaría.

*En la foto: "camión" cairota de recogida de basuras.