Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

martes, 30 de junio de 2009

Alunizaje en Bahrein. Arena y rascacielos.

He pasado los últimos días en Bahrein.

No sé que me pasa con todos estos países del Golfo, pero siempre tengo la extraña sensación de haber aterrizado en una ciudad espacial, surgida de esa nada infinita que son las inhóspitas y deshabitadas arenas del desierto.

Aunque los orígenes de algunos de estos países se remontan a la prehistoria,
sus ciudades parecen haberse saltado el proceso natural de la evolución y pasado del oasis, el campamento y los camellos, a los "Hummer", los rascacielos y las firmas internacionales de artículos de lujo. Mérito tiene, sin duda, pero la sensación de estar delante de una aparición es inevitable y por mucho que te frotes los ojos, no se quita, os digo que no.

A todo este espejismo contribuye el hecho, de que la población está formada por un alto porcentaje de mano de obra de la India y Filipinas, por lo cual, el carácter y olor de sus calles tiene más que ver con el curry y el incienso que con el comino y el jazmín. Esto, unido a mis numerosos viajes, me produjo una confusión tal que me
resultó difícil identificar no sólo la ciudad, sino el país y me atrevo a decir, el continente. No somos nadie.

En cuanto sales de los barrios más populosos de la capital, Manama, el desierto empieza a tomar cuerpo. La cálida arena se mete en los ojos, en los oídos, te enreda el pelo y se cuela en tus zapatos, entre los dedos y en cada rendija que encuentra en su etéreo vuelo. Presentes, las aguas del Golfo Pérsico, de un tenue y nebuloso azul se pierden en el paisaje sin aportar mucho color, como una ilusión que regalara tus ojos.

Miré el agua, de superficie dorada, reverberante, pero silenciosa y plácida. En la
arena, una casa de pescadores, destartalada y sola, junto a ella algunas barcas, unas en la orilla, otras en la arena, pero solitarias, nadie junto a ellas. Me maravilló el silencio y misterio de aquel lugar.

Y siendo este mi horizonte y sabiendo lo que me encontraría a mis espaldas, me volví y contemplé el otro lado, los brillantes rascacielos y las poderosas torres que delimitan la moderna ciudad. Me fascinó tener semejante combinación de mundos al alcance de un pequeño giro de mi cabeza y los sentí tan cercanos como si no pudieran existir el
uno sin el otro.

Y como el sol quemaba peligrosamente, hubo que regresar y hubo que hacerlo a través de una inmensa polvareda, sin caminos ni carreteras, saltando en un par de metros de la últimas arenas blancas, a los brazos de hormigón y asfalto de una ciudad espejismo del desierto.



domingo, 21 de junio de 2009

Los sueños rotos. De Sudán a Egipto.

Hace unos días conté la historia de cómo Farris, el chófer de P., sucumbió en segundos a las exigencias de los agentes de tráfico de El Cairo y cómo, movido por el miedo, les entregó nuestro coche sin saber muy bien por qué lo hacía o de qué infracción se le acusaba.

La historia me recordó otras muchas vividas en México, donde la policía era feroz y daba más miedo toparse con ella que con un delincuente. A pesar de todo y habiéndome visto envuelta en las más increíbles situaciones, aquellos uniformados de gafas de espejo y lustrosas botas de montar, nunca consiguieron retirarme mi vehículo aún cuando me amenazaran con los más terribles castigos. Normalmente la donación "obligatoria" de una cantidad, servía para apaciguar a las fieras y que hicieran la vista gorda a una transgresión además, inexistente.

Aquellos encontronazos me sacaban de quicio y a pesar del miedo que me producían los fulanos, no conseguía quedarme callada, algo que desató más de una discusión que de antemano tenía perdida y que acababa con amenazas en ambas direcciones, ellos con llevarme a la comisaría y yo con armar un escándalo diplomático que les iba a sacar ampollas. Cuando la inspección terminaba con un malhumorado ¡circule!, vamos ¡circule!, el miedo me acompañaba durante todo el día y temía que hubieran memorizado la dirección que aparecía en mi pasaporte y que nos hicieran una visita nocturna desagradable. Por fortuna, nunca pasó nada.

Pero regreso de nuevo a los cuentos de El Cairo, a Farris y a los miedos de los miles de refugiados sudaneses que como él, se enfrentan a controles selectivos, que viven de la caridad de iglesias y ONGs, sin derecho a la educación, ni a la sanidad, o a un trabajo que no esté relacionado con el servicio personal o doméstico. Me pregunto por su bienestar, cómo sienten y viven su realidad cotidiana, si no están llenos, además de miedo, de frustración y de ganas de desprenderse de unos brazos que les recogen pero no les amparan y que se convierten en invisibles cárceles de las que jamás se liberan.

Aquí adjunto un vídeo sobre la vida de una familia sudanesa en la ciudad y sus sueños rotos. Espero que os sirva de referencia.

miércoles, 17 de junio de 2009

Historias de bodas y camellos

Moustafa se casa. Me lo contó el primer día que le conocí, en una de esas eternas esperas al ascensor, siempre ocupado por los más variopintos personajes.

La naturalidad con la que inició la historia me dejó pasmada. Después del cordial saludo de presentación y temiéndose una espera más que razonable, se arrancó a hablar.

Conocía a su novia desde que eran niños, me dijo orgulloso. Tengo fotos con ella, tan antiguas, que puedo decir que ninguno de los dos teníamos dientes. Las familias, viejas amigas, vivieron muchos años en
Doha, la ciudad más aburrida del mundo me dice encogiéndose de hombros como preguntándose a qué se debe semejante e insufrible cualidad.

Me asombró la facilidad para confesarme sus planes y despertó mi curiosidad por aquel mundo del que me hablaba y que me resultaba tan remoto. Hubiera querido saber mucho más de la vida de aquellos desconocidos personajes, pero renuncié a preguntar y me acostumbré a esperar a que él me informara de manera voluntaria.

Algunas veces lo encontraba con aspecto ágil, despierto y ya sabía que todo marchaba viento en popa. Otras veces llegaba taciturno y al primer estímulo, contaba con resignación los avatares de los últimos días, información que comprimía en lo que tardaba el muchacho de la farmacia en entregar su pedido en el octavo y volver a bajar.

Un día le encuentro con cara de haber trasnochado y me cuenta que el salón del hotel dónde iba a
celebrarse la boda se había incendiado, justamente el día anterior, a dos semanas del enlace. Respira y continúa, he tenido que trasladar la organización a otro hotel, dice aliviado pero con media voz para no invocar a la mala suerte.

Le pregunto por el banquete, pero no parece encontrar esa conversación muy interesante y me sorprende saltando al relato de una típica boda
qatarí. Sabes?, allí se entierran los corderos en la tierra y se van asando al calor durante muchas horas. Para las bodas grandes se preparan varias piezas enteras, a veces también se cocinan camellos.

La idea me divierte. Un camello enterrado en el suelo...vaya, es un animal muy grande no?. Se ríe y me aclara que lo cocinan por partes, pero las patas se hacen enteras. Aunque a él le parece de lo más normal, yo sigo sin imaginarme las dimensiones del agujero que hace de caldero para las extremidades de un camello, aunque si pienso en el desierto, inconmensurable...encuentro sitio para esto y para mucho más.

Hombres y mujeres celebran por separado, bien en un hotel o en grandes tiendas montadas en los jardines de sus casas. Los hombres, en sus espectaculares atavíos blancos, se sientan en cómodos cojines frente al asado, que se sirve entero en grandes bandejas. Colocan su mano izquierda detrás de la espalda y comen con la derecha, arrancando de un tirón las piezas de carne. Son muy hábiles dice, yo no podía competir con ellos, siempre sacaba los
trocitos más pequeños.

Ya estaba a punto de preguntar sobre el papel de las manos en la cultura gastronómica de los pueblos del golfo cuando se abrió la puerta del ascensor y apareció
Mohamed, con su puchero, dejando tras de sí el penetrante olor a comino que reviste, durante horas, hasta el aire. Pero queridos, este es otro banquete y otra historia.

miércoles, 10 de junio de 2009

El bueno de Farris y el castigo divino.

Aunque el coche apareció al día siguiente y el problema dejó de ser tal, esta curiosa historia sigue provocándome una cierta inquietud, ligada no al hecho de que me retuvieran el coche, sino a la sospecha de que aquí, determinadas leyes no existen o no te amparan.

Farris, refugiado sudanés, se llevó un disgusto de miedo. Jamás hubiera pensado que nuestra licencia, que autoriza a cualquier chófer a conducir el automóvil, no fuera suficiente para él. Nadie nos lo esperábamos, ni los más curtidos en asuntos burocráticos.

Al día siguiente, apareció desolado y le dijo a P., cabizbajo, que este suceso tenía que ver sin duda con él, seguramente se había portado mal con Dios.

"Cuando trabajaba en Ucrania, le contó, no me sentía muy bien, parecía que la gente no había visto nunca a un "negro", se pensaban que éramos como monos, incluso algunos me lo llamaban. Y ahora, para una vez que he tenido suerte en la vida, que encontré un hombre bueno para el que trabajar, me pasa esto... Llevo años conduciendo en El Cairo y jamás me había parado la policía...seguramente he hecho algo contra Dios y este es su castigo, perderé mi trabajo".

Como veis, la historia dio para mucho. A mí me causó una extraña y liberadora sensación de desapego a las cosas materiales. A Farris le supuso, además de un disgusto, una revisión de su relación con Dios y con los hombres y a P. le sacó su parte más solidaria y a pesar de que al bueno de Farris le habían quitado el coche más fácilmente que a un niño un caramelo, decidió seguir trabajando con él.

El Cairo da para mucho, bueno y malo, pero nunca te decepciona.

domingo, 7 de junio de 2009

Esta mañana tenía un coche. Ommmmmm

Hoy ha desaparecido nuestro coche.

Farris, el chófer de P. dice que la policía le ha parado en un control rutinario. De manera inexplicable y a pesar de tener todos los documentos en regla, la poli se lo ha llevado, con coche incluido.

Al cabo de un par de horas le han liberado, pero ni rastro del coche. Todavía no hemos podido confirmar la veracidad de su historia puesto que no le han dado ningún recibo por la retención del vehículo, además, esa santa casa se cierra a las 2 pm, con lo cual, cualquier llamada indagando hubiera sido inútil. Habrá que esperar hasta mañana.

A P. en un momento febril se le ha ocurrido que quizá el coche ya esté en la frontera de otro país y que le hayan quitado la matrícula y quién sabe qué más perrerías. Mientras me cuenta esto, que no se me había ocurrido, pero que lo encuentro probable, procuro no alterarme, Ommmmm y me digo que las cosas materiales, ya se sabe, vienen y van. Reacción de monje budista, aunque también podría desmayarme, gritar por las ventanas o liarme a tiros con todos. Tendré que pensarlo.

Se lo he contado a Mohamed, el bauab, quien me ha mirado con cara de pena y me ha dicho...aparecerá, Insha'Allah (si es voluntad de Dios).

Esperaremos a mañana para saber quién se la jugó a quién, si la poli a Farris o Farris a nosotros. Mientras tanto Ommmmmmm.

jueves, 4 de junio de 2009

En la tetería: Obama, 12 hombres y una mujer.

El discurso de Obama me ha pillado en la calle, en una quietud inusual para una ciudad de dieciséis millones de habitantes que siempre es un auténtico hervidero.

Al pasar por uno de esos típicos y recogidos callejones cairotas, me he topado con una tetería tiñosa que estaba a reventar. Me he asomado con curiosidad y he visto que todos miraban, silenciosos, en la misma dirección, la grasienta pantalla de una televisión colgada de la pared y asegurada con una soga gruesa, que emitía el discurso del presidente norteamericano.

Al verme interesada, me han invitado amablemente a pasar al pequeño y modesto lugar. En segundos, unos y otros se han apretado para asegurarme una cómoda estancia entre ellos. Así que algo desconcertada, me he dejado llevar por esta cariñosa acogida y he pedido un té, deseando que no viniera con algún inquilino microscópico a bordo.

El lugar se las traía. Encima de unos hornillos viejos hervía el agua en unas enormes teteras de quién sabe qué material y al lado, se apiñaban unas cuantas pipas de agua. Los de mi derecha, que parecían venir de una obra, se estaban comiendo un bocadillo indescriptible de pan árabe que dejaba a la vista unos trozos grandes de carne y del cual emanaba un fuerte olor a comino que se mezclaba con los propios perfumes corporales. En el medio del local, una nevera que parecía cubana, por lo vieja, digo, de la cual sacaban refrescos y agua.

De la pantalla, salía un discurso en inglés inaudible que se estaba traduciendo simultáneamente al árabe y del cual no entendía ni una palabra. Viendo que me lo perdía, le he preguntado al que tenía al lado, fumándose una shisha, qué le parecía el discurso, a lo que me ha respondido: Bien, Obama buen chico, sí, buen chico y todos le han coreado levantando los pulgares.

Como no entendía nada y tampoco podía irme sin tomarme el té, me he concentrado en la imagen con la intención de observar todos los aspectos gestuales que muchas veces se nos escapan cuando estamos pendientes de las palabras, que a veces mienten.

Realmente me he quedado muy sorprendida de lo convincente y cordial que puede resultar la imagen de Barak Obama, en contraposición a su cínico y soberbio predecesor. Ante ese complejo auditorio ha mantenido la figura erguida y relajada, los ojos tranquilos, a veces lánguidos que miraban de frente a todos, la seriedad, las manos seguras, y sus labios tranquilos, en discurso pausado y moderado.

Ya de vuelta en casa, el vídeo con su voz, me ha transmitido lo mismo que su imagen, una cierta esperanza de que el cambio es posible. Sí, Obama es un buen chico.

miércoles, 3 de junio de 2009

Obama, controles y pistolas de pega

Estamos buenos con la llegada de Obama.

La ciudad, de por sí caótica, está controlada por motivos de seguridad y será intransitable durante las próximas horas, así que no se recomiendan los desplazamientos. No quiero ni pensar en los miles de turistas que se quedarán atrapados en esta visita oficial que tiene al mundo entero mirándonos la coronilla.

Con este panorama, no he salido del barrio y he decidido tomarme un respiro en la animada terraza del Marriott que en esta época alcanza un exótico esplendor por todas las visitas que recibe de los países del Golfo. Ya me entendéis, abayas y tocados.

He llegado por una de las puertas traseras y cuando me disponía a pasar el control de seguridad me he encontrado con un pequeño atasco producido por dos chicas jóvenes que parecían tener algún problema con los agentes de seguridad.

Al pasar por el arco, veo que las van a echar a la calle y que a una de ellas le acaban de devolver una pistola metálica que parece ser de juguete, pero con un aspecto muy real. La chica, que interrumpe mi paso, lleva el arma en la mano y cuando le sugiero que tenga cuidado, me apunta irónica a la cabeza y aprieta el gatillo "click". Recojo mi bolso, ya escaneado y sigo mi camino.

Al cabo de un rato, reflexionando sobre el curioso acontecimiento, me he dado cuenta de mi extraña reacción y he sentido un enorme escalofrío, repaso: "llego a la entrada y en segundos rastreo la situación y saco conclusiones: "el arma es de juguete", mi cerebro me dice que no hay peligro y dejo que una descerebrada me apunte y dispare sin hacer ningún movimiento espontáneo de rechazo o defensa, mientras tres agentes de seguridad, impasibles, se limitan a mirar con cara de perro".

Ni que decir tiene, que si esta situación se hubiera producido en uno de los muchos lugares, hoy vigilados por la policía estadounidense, a esta chica le hubiera costado un disgusto y algunas horas en la cárcel, porque no creo que se hubieran molestado en descubrir la falsedad del instrumento.

Y yo me pregunto, para qué sirven los controles de seguridad, además de para mirar los bolsos de las señoras y hacernos la vida incómoda? Alguien me lo explique!

lunes, 1 de junio de 2009

Al-Azhar y el círculo vital.

Algunas veces, cuando la locura de la ciudad me ha ganado la partida, le doy la espalda enfurruñada, me obceco y reniego con rabia de las muchas razones por las que la quiero.

Días en que aborrezco el tráfico y el ruido, los interminables edificios grises de
hormigón y el caprichoso pavimento entrecortado e intransitable que se me ofrece como hábitat diario. Cuando llego a esta sinrazón sé que ha llegado el momento de cambiar los polvorientos aires del desierto por árboles de copa frondosa y verde, por jugosos frutales y plantas en flor, por fuentes arrulladoras y estanques.

Contrario a lo que podáis creer, no me hace falta recorrer muchos kilómetros para encontrar el lugar de mis sueños, es más, os diré que se encuentra en el centro de El
Cairo histórico, próximo a las mezquitas, los mercados y los callejones que tanto amó Naghib Mahfouz.

Es el parque Al-Azhar, treinta hectáreas de praderas verdes cuyas lomas dominan la
ciudad ofreciendo unas maravillosas vistas de los singulares barrios y edificios del corazón de "La Victoriosa".

Allí arriba el aire es fresco y los días claros. Desde cualquiera de sus paseos hay vistas
inolvidables. La Mezquita de Alabastro, la del Sultán Hassan, o la de Al Rifai aparecen a vista de pájaro entre callejuelas y apretados edificios, minaretes, madrasas y cientos de tejados que ponen en evidencia la curiosa e intensa vida de los cairotas.

Y esos tejados son, precisamente, mi pasatiempo favorito. Me siento a mirarlos e
intento imaginar la vida de quienes los ocupan. Siempre descubro algo nuevo, pero si intento buscar lo que me sedujo la última vez, ya no lo encuentro, se perdió en mi recuerdo, como si todo aquello fuera efímero.

Lo habitual es encontrarlos llenos de palomares, de sillones, mesas y alfombras, de camas y televisiones, de cabras, gallinas y gatos, de humeantes pucheros y tendederos de ropa, como si necesitaran el cielo abierto para poder vivir. Para algunos es su único espacio, construido clandestinamente sobre el edificio que cuidan, sobre las gentes para las que trabajan. Dicen que aquí se sienten útiles, en su pueblo, no hay nada que hacer, ni nadie a quién atender.

Un día así me llena de optimismo y me da cientos de pretextos para querer a esta ciudad impredecible. Así, sin darme cuenta, entro en proceso de reconciliación con el singular mundo que me ha tocado vivir y comienzo a extrañar los aires del desierto, los edificios de hormigón y el entrecortado y sucio asfalto de las calles cairotas. Volvemos a iniciar el círculo.