Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

viernes, 25 de septiembre de 2009

Península del Sinaí, un placer para tus ojos.

Escribo desde la Península del Sinaí, lugar mágico y misterioso como ninguno, lleno de paisajes bíblicos, desiertos infinitos y aguas cristalinas rebosantes de color y de vida.

La zona es desértica pero deslumbrante. De un lado aparece la montaña, imponente, cincelada en contornos caprichosos y crespos con reflejos colorados, bermejos y del otro, el mar refulgente, cortado en turquesa y cobalto, salpicado de espumas y atravesado por una magnífica barrera de coral, accesible desde la playa y fácil de explorar.

Es, sin duda, un lugar para vivir experiencias únicas. Adentrarse en el desierto de arenas volátiles, salpicado de arbustos y encinas y ver palidecer los atardeceres en algún asentamiento beduino o zambullirse en el mar y compartir jornada con corales, anémonas y las más variopintas especies marinas, enciende el alma y alegra la vida.

Ahora os dejo acompañados de un par de fotos, pero en un suspiro, estaré de vuelta.


domingo, 13 de septiembre de 2009

Cuando el aire no sopla en Ramadán

Estamos en Ramadán, la época ideal para que todo aquello que hace la vida más fácil se estropee, léase, aire acondicionado, lavadora, ascensor o coche. Y cuando esto ocurre y tienes que buscar un técnico, un manitas, un figurilla que te saque del apuro, necesitas llenarte de paciencia, amigo, porque parece que se los haya tragado la tierra.

Si llamas a las nueve o diez de la mañana, no encontrarás a nadie, todos estarán en sus camas, hechos un ovillo después de una laaaaarga noche. Si por el contrario esperas un poco y llamas a las doce o la una de la tarde, entonces estarán que no se tienen en pie, hambrientos y deshidratados, con los párpados pesados y a punto de echar una cabezadita encima del escritorio. Pero si esperas un poco más, despídete de encontrar signos de vida, porque hacia las dos de la tarde, todo el mundo sale derrapando a casa, a echar la siesta y a esperar en penumbra el canto del muecín.

Así que el otro día, cuando se me estropeó el aire acondicionado, pensé que el mundo se acababa y que no podría sobrevivir durante mucho tiempo a temperaturas de más de cuarenta grados. Ante tamaña desgracia, acudí a Ahmed y a su directorio telefónico alternativo. No me equivoqué, en un plis-plas había contactado con un "yo-hago-de-todo-madam" que parecía tener horarios muy cristianos.

Esa misma tarde, le tenía llamando a mi puerta. Al abrir, me encontré con un hombre alto y tripudo, tipo leñador y algo desaliñado. Los polvorientos zapatos, desatados y el contrafuerte aplastado a conciencia a modo de zueco. Llevaba vaqueros y la camisa remangada de cualquier manera. No tengo ni idea de donde vendría, pero las manos las tenía negras, negras como el betún y para colmo, unos churretes secos le recorrían el brazo, hasta el codo. No traía ningún maletín, ni herramientas camufladas en los bolsillos, nada de nada.

Me quedé sin habla y aunque pensé en decirle "no es aquí", recapacité y pensé en las altas temperaturas que sufriríamos si este individuo no nos reparaba aquella maldita máquina. Así que me sobrepuse y le conduje bastante nerviosa hasta el dormitorio.

Entró con decisión y dando tales zancadas que en una ocasión perdió el zapato derecho. Le seguí con bastante aprensión, vigilando cada paso que daba y calculando la mugre que iría dejando en alfombras, sofás y paredes.

Abrió la ventana y con soltura se descolgó como un trapecista dispuesto a dar el triple salto. Desbarató uno de los conductos de agua y con cara satisfecha y morro fruncido me hizo entender que ya había encontrado el problema. Me pidió una escalera, un recipiente con agua, las tijeras, el destornillador y un martillo.

Ante semejante encargo, no me quedó más remedio que dejarle solo e ir a buscar la caja de herramientas. En cuanto me descuidé, aprovechó para dejarme unas cuantas manchas de grasa en las ventanas y sus manos varias veces impresas en negro sobre la pared inmaculada.

Cuando regresé quise llorar, pero no me dio tiempo. Aquel energúmeno, me arrebató el agua de las manos y comenzó a vertirla por una rendija del aparato colocado cerca del techo. Como aquello no debía tener capacidad para tal cantidad de líquido, lo que sobraba, ya sucio, iba discurriendo en regueros por la pared, hasta el suelo de madera.

No satisfecho, sacó el filtro lleno de pelusas y se me coló en el baño para lavarlo. Como aquel artilugio era enorme y no cabía en el lavabo, el zafarrancho organizado fue espectacular, no quedó títere con cabeza, el suelo como un lodazal, todo salpicado y para colmo las toallas blancas arruinadas.

El cuerpo se me puso malo, tan malo como cuando tuve una paratifoidea, es decir, las piernas me temblaron, me subió la temperatura y las entrañas se me revolvieron sin piedad. Le miré con odio, pero sólo un rato, porque pronto tuve que dedicar mi energía a impedir la propagación de semejante ataque.

Cuando hubo terminado, se dirigió al salón para confirmar el resto de la instalación y, diosssssssss pensé en los sofás blancos. Como todavía me quedaba algo de lucidez, a pesar de la impresión, grité nooooooooo, stooooooooop, le acorralé y le convencí de que aquello no era necesario. Señalé mi reloj y le recordé la importancia de prepararse para la primera comida del día, para el Iftar. Le deslicé un billete sin tocar su mano y casi a empujones le saqué de casa.

Me sonrió con una boca sin dientes y prometió regresar al día siguiente.

martes, 1 de septiembre de 2009

De fobias y tolerancia compartida.

El hombre, curioso espécimen, experimenta un abanico de fobias tan amplio como sus propios miedos y singularidades

Para empezar, podríamos nombrar a aquellos que no soportan a los que son diferentes y viven diferente, a los menos agraciados, a los gordos, flacos, altos o bajos, a los de otro color, incluido el blanco; también tenemos a los que tienen miedo de los vecinos o de los "desconocidos", de los que hablan otra lengua, de las demás religiones o los que temen el avance de la ciencia. Como veis, se podría hacer una lista interminable y si nos preguntáramos a nosotros mismos, qué opinamos al respecto, no saldríamos bien parados.

Aunque el panorama no parezca muy alentador, creo que no es justo generalizar, como si la humanidad al completo se hubiera puesto de acuerdo -harto improbable- y compartiera al unísono ciertas posiciones paranoicas.

No hay cosa que más rechazo me produzca que las etiquetas. De ahí, que se me pongan los pelos de punta cada vez que oigo a algún periodista utilizar irresponsablemente el término "islamofobia" y atribuir a la sociedad occidental tan deplorable atributo, como si por obra y gracia de nuestro Señor, todos estuviéramos revestidos de un odio acérrimo e irracional hacia esta religión y además nos empeñáramos en hacerla desaparecer.

De la misma manera, me horrorizan las publicaciones y emisiones de ciertos canales de televisión, que se empeñan en mostrar imágenes manipuladas de la realidad que se vive en los países de credo musulmán y sacan siempre a colación el odio entre religiones, el barbarismo y el retroceso en el que viven todos los musulmanes del mundo, como si las características de algunos fueran aplicables a la totalidad de la humanidad. Sencilla operación para fomentar el odio a través de la mentira y la manipulación.

Y aunque ni unos ni otros seamos tan "malos" como nos pintan, si es cierto que tenemos nuestras dificultades para convivir en paz. Unas veces falla el anfitrión, otras el invitado y en el peor de los casos, los dos y nos sentimos avasallados o perseguidos dependiendo de nuestra posición.

Si a veces nos resulta difícil acoger al vecino, al que vive y piensa como nosotros, qué ocurre cuando el invitado llega de una cultura diametralmente opuesta a la nuestra? ¿cómo reaccionamos, le toleramos?, ¿cómo conservamos nuestra libertad sin suprimir la del otro?.

Al hilo de esta reflexión, os incluyo un artículo de Nicole Muchnik en EL PAÍS
"El burka llega a nuestras puertas"