Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Desayuno en Qatar

Estoy esperando a que me traigan el café. Los de la mesa de al lado, en este momento ausentes, deben ser árabes. Lo supongo porque del buffet han elegido varios platos con pepinillos, cebolletas, apio y zanahorias en vinagre. Tomate, queso, alcaparras y aceitunas, montones de aceitunas verdes y negras para desayunar. Sí, deben ser árabes porque también tienen dos cuencos con foul (alubias).

De la observación paso al juego cuando descubro alborozada que efectivamente no me he equivocado. Esos señores de perilla azabache, con elaborados tocados palestinos y que acaban de regresar a su mesa, no pueden ser suecos.

Voy a por el siguiente, un grupo sentado frente a la ventana que me lo pone bastante fácil. Tienen hot dogs falsos de ternera con ketchup, cereales, huevos y montones de deliciosas cochinadas tipo donuts, una engordadera, vamos. Aunque esta comida podría delatar la procedencia de los comensales, son sus dimensiones y maneras, las más acusatorias. Pero como yo no estoy aquí para herir sensibilidades, diré sin más que son sujetos que vienen del frío. Se mueven con la soltura del conquistador, levantando el aire entre las mesas. De dos palmadas ordenan más café con un desparpajo que contrasta con la candidez e inseguridad que siente el servicio, la mayoría asiático.

Con disimulada atención me dedico de nuevo al grupo de qataríes, me parece mucho más exótico. Todos ellos conversan recatadamente y refuerzan lo que dicen con un cierto juego de manos. A pesar de la distancia que los separa en la mesa, no levantan la voz, no se les oye. En algún momento, semejante sigilo me lleva a pensar que quizá uno de ellos, el de mímica más fuerte sea sordomudo, pero parece que no. En contraposición, el grupo de los donuts está empeñado en que todos conozcamos sus alegrías y miserias y garantizan el éxito de sus objetivos utilizando todos los decibelios a su alcance.

Me acabo mi café y salgo. Así, desde la distancia y sin hacer grandes análisis me pregunto cómo van a llegar a entenderse estos dos pueblos, tan diferentes en sus maneras, cómo combinar cebolletas en vinagre con crema de cacahuete?

viernes, 21 de noviembre de 2008

El Festival Internacional de Cine de El Cairo. Una historia que va de flashes y olvidos

Hace un par de días comenzó el festival internacional de cine de El Cairo con España como invitado de honor.

No se si lo sabéis, pero Egipto tiene una industria cinematográfica importantísima, que exporta a todo el Medio Oriente no sólo películas, sino también telenovelas de éxito y que mantiene a todo el mundo árabe, literalmente, pegado a la pantalla. Todas estas historias de diversión o pasión, de ahora te quiero, ahora te odio, me caso contigo o te abandono y los litros de lágrimas vertidas, han conseguido lo que el profesor más hábil jamás hubiera soñado y es que en el resto de los países vecinos, desde la abuela analfabeta hasta la nieta, más leída, hayan aprendido a través de estas historias el idioma coloquial árabe-egipcio.

Pues bien, el día de la inauguración del festival me tocó currar y tuve que dejarme caer por allí. Desde una posición privilegiada, pude contemplar a todo el repertorio de estrellas nacionales e internacionales que fueron paseándose por el magnífico Cairo Opera House. Entre otros estaban Susan Sarandon, de marrón y tambaleándose en unas plataformas imposibles, Goldie Hawn, como una quinceañera de sonrisa traviesa (que alguien me diga qué edad tiene esta mujer, plis), Julia Ormond, muy mona y divertida y haciendo de maestro de ceremonias, como no, el fantástico Omar Sharif.

El inicio del espectáculo se retrasó un buen rato y conservar mi estratégico sitio y otros más que tenía en "custodia" me costó lo mío, porque cada vez que me levantaba, alguna voluptuosa actriz egipcia se empeñaba en ocuparlo. Me vino muy bien no saber quién era quién, ni conocer la importancia de todas aquellas mujeres de melenas rizadas, para poder decir sin escrúpulos ni vergüenzas que hicieran el favor de buscarse otro sitio que no estuviera reservado. Pero claro, la misión era imposible y sino me creéis, imaginaros que tenéis que arrancar de vuestro asiento a la Carmen Maura egipcia, por ejemplo.

Fue una noche de maquillaje y pelucas, sedas, lentejuelas y algunos litros de silicona bien y mal repartida. El evento discurrió en medio de la improvisación, unos entraban al escenario y otros salían sin saber muy bien qué hacer o dónde colocarse, mientras Mr. Sharif, que tiene un talento increíble para restar importancia al desorden, hizo que aquella gala fuera uno de los espectáculos más divertidos a los que he acudido.

Después de un par de horas, cuando ya se habían repartido montones de estatuillas, la diversión llegó a su fin y se acabó la fiesta. Nada raro, por otro lado, si omito un "pequeño" detalle y es que en medio de aquel barullo, se había clausurado la gala sin presentar a los actores españoles invitados que esperaban su entrada triunfal tras bambalinas.

Os digo una cosa, estas situaciones ponen los ánimos bastante caldeados, pero en este caso, se tomó todo con mucha diplomacia y buen humor. Se improvisaron palabras de última hora y se sacó a todo el grupo a saludar. Se oyeron aplausos, alguna ovación para contrarrestar y la cuestión no pasó a mayores.

Al final de la noche, me reafirmé en el convencimiento de que se es mucho más feliz cuándo se acepta sin grandes aspavientos, que las cosas pueden no funcionar como uno quiere, cuando comprendes que lo que es importante para ti, no vale nada para otros, entonces libre de carga, disfrutas de lo que ves y recibes. Y aquella noche, fue así para muchos.

Nota: las fotos están sacadas del daylife.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Entre nubes blancas llego a Omar Sharif

Cada vez estoy más convencida de que es inútil enfrentarse a algo, cuando la batalla está perdida de antemano. Por eso, he aprendido a cambiar confrontación por adaptación, en este peculiar país que me ha acogido lleno de jolgorio y desvarío.

Para meteros en harina, explicaré lo siguiente. En El Cairo cada piso tiene dos puertas, la principal y otra situada en la cocina. Por esta puerta, que da a una estrecha escalera interior y que desemboca en el cuartito del bauab, los vecinos sacan las basuras que cada mañana recoge el basurero sin ser visto. Tengo que deciros que este lugar no brilla precisamente por su limpieza. En todos los edificios, por muy "representativos" que sean, ese lugar puede ser una auténtica caja de sorpresas. Yo abro y cierro esa puerta cada noche, con el mismo recelo que si se tratara del acceso a un gran agujero negro.

Bueno, ya introducidos, la historia sigue así.

Hoy escucho unos golpecitos misteriosos en la puerta de marras. Vaya, vaya, pienso, debe ser
Mohamed, el bauab que necesita algo...Entro en la cocina y abro la puerta del "más allá". Allí delante, bien tieso, me lo encuentro, con la galabeya anudada en la cadera y con las patitas medio al aire. Me mira y me dice con gestos, no abra esta puerta hasta mañana y se agarra la nariz con cara de asco...

Intento descifrar el por qué de este misterioso comunicado, pero no han pasado ni siquiera unas décimas de segundo cuando veo una enorme nube blanca que corre escaleras abajo y un tufo ácido se me cuela rápido por la nariz. Mohamed, que se ríe de todo, suelta una cadena de carcajadas y yo, haciendo gala de mis malos modales, le doy con la puerta en los morros y corro, ya sin tiempo para otra cosa, a cerrar, por lo menos, la puerta que lleva al resto de la casa. Manda huevos, están fumigando sin avisar.

Me atrinchero en la habitación más alejada, pero el insecticida se cuela por todas las rendijas y me obliga a abrir puertas y ventanas. En unos pocos minutos, no hay quién pare. El olor llega a todas las esquinas y empiezo a pensar en salir corriendo, pero por dónde?. Lanzo nosecuantos juramentos y mentalmente busco al culpable de semejante iniciativa entre los vecinos más antipáticos. Juro venganza.

Me tomo un minuto para pensar y aplico la premisa de evitar rabietas, en esta ciudad especialmente, no arreglan nada. Así que me siento en la terraza a esperar a que la guerra química pase. Y mientras espero, miro el Nilo, lleno de pequeños barquitos que lo cruzan y empiezo a repasar mi vida en El Cairo, llena de episodios como este y que por alguna razón que todavía no conozco, acabaron siempre produciéndome risa.

Por la noche bajo a la calle y me encuentro a Mohamed, como siempre sentado en su banco con sus coleguitas. Le miro y esta vez, soy yo quién se agarra la nariz con cara de asco y sacudo la cabeza en señal de desaprobación. Mi cara le hace retorcerse de la risa y no consigue articular palabra. Qué poco fuste tienen, pero cuánta alegría, además contagiosa.

Sigo derechita saltando agujeros y esquivando obstáculos. Rápido me meto en el bar al lado de casa y me siento en la barra, codo con codo con el actor
Omar Sharif (Doctor Zhivago, Lawrence de Arabia...). Os digo que este hombre, que será muy mayor sigue siendo guapísimo, tiene un estilo fantástico y un pelo blanco espectacular...ha tenido que ser un cañón, vamos.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Sobre los tejados del barrio judío.

Seguimos en la ciudad antigua de Jerusalén. El barrio árabe se transforma en judío en sólo un par de metros. El cambio es sorprendente. Es como saltar de un mundo a otro sin que nada lo advierta. Ya no hay calles llenas de tiendas, ni vendedores zalameros, el bullicio del mercado oriental desaparece como en un sueño.

El ambiente es tranquilo, las calles limpias. Hay varios museos, escuelas de tora, sinagogas y una antigua calzada romana que atraviesa parte del barrio con gran encanto.

Me cruzo con hombres de rostros graves, barbas largas y patillas con tirabuzones, pantalones hasta la espinilla y abrigos negros. La mayoría lleva un
kipá de terciopelo y encima un sombrero de ala que debe ser, por lo menos, 2 tallas menos porque deja a la vista toda la frente. Un comerciante me señala con el dedo hacia arriba. Sube esas escaleras y tendrás las mejores vistas de la ciudad, me dice, luego vienes y visitas mi tienda.

Las escaleras que me indica no prometen nada sorprendente, pero me equivoco. De un brinco, me coloco encima de los tejados de Jerusalén, con vistas magníficas y descubro una singular ciudad paralela.

Veo gente transitando de un lado a otro, por unas improvisadas "calles" que discurren sobre los tejados. Es como si se tratara de un microcosmos vecinal. Camino por aquel mundo sorprendente y me asomo a muchos barandales. Desde uno de ellos descubro, por casualidad, el muro de las lamentaciones. Hay hombres y mujeres rezando, separados por un muro de ladrillo. Qué imagen tan común en las mezquitas, veo que semejante costumbre segregacionista debe tener más que ver con hombres que con dioses.

Me siento en un saliente a contemplar la cúpula dorada de la mezquita de Al Aqsa, más dorada que nunca por la luz del atardecer. Los gatos, haraganeando, están en su ambiente. Cuando más apacible se muestra todo, veo que se acerca un hombre judío con una pistola en la mano. Leches! eso no es lo que uno espera encontrar ahí arriba, no?

El tipo en cuestión, se acerca vigilante. El estómago me da un vuelco, me quedo helada. Intento levantarme sin llamar mucho la atención, arrgggg quiero volver a la calle. Le agarro a P. y me acerco a las mismas escaleras estrechas por las que subí. Cuando me dispongo a bajar, de cabeza si hace falta, una veintena de soldados armados hasta los dientes, quieren subir y me tengo que hacer a un lado, las armas me convencen.

No sé si alegrarme o directamente desmayarme. El tipo del "kit" pistola-kipá, da media vuelta y receloso, se va en dirección contraria y yo, libre ya el camino, vuelo escaleras abajo y me adentro en otra realidad. De lo que pasó arriba, sé tan poco como vosotros.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Color, bullicio y pólvora. El barrio musulmán de Jerusalén.


Entro a la vieja Jerusalén por la puerta de Damasco, la zona palestina de la ciudad amurallada. El gentío es impresionante, no cabe un alfiler. Atravieso la puerta a trompicones, entre puestos de calzado, telas, dulces, y carnes recién asadas. El olorcillo rico me envuelve, pero lamentablemente me lo llevo pegado en la ropa durante toda la mañana.

Las calles, estrechas, están llenas de pequeños bazares. El ambiente es como el de cualquier mercado árabe, bullicioso y colorido, con notas musicales que cambian de tienda en tienda y montones de niños corriendo y alborotando. Los vendedores, sentados a las puertas de sus negocios charlan animadamente, pero sin perder el hilo del negocio. Según paso, se levantan y me tientan con toda clase de mercancías, el regateo está servido.

En esta zona, hay muchos militares. Chicos jovencísimos portando armas que realmente impresionan y que me parecen totalmente innecesarias. Todos están en grupos y veo a unos, especialmente jóvenes, que se dejan fotografiar por unos turistas.

W. que ha vivido los últimos tres años en la ciudad, me dice que hay mucha crispación en el ambiente por tantas heridas abiertas. Y lo creo, cada uno apartado en su gheto, no se cruzan, no se miran, unas veces se ignoran, otras se matan.

Sigo por la vía dolorosa, el lugar por donde, según el relato bíblico, Jesús arrastró la cruz. La estrecha calle empedrada está igualmente abarrotada de pequeños comercios. Por si estos no fueran suficientemente bulliciosos, tenemos, además, hordas de turistas con guía incluido que dan a grandes voces las explicaciones, mon dieu! Si desde luego alguno quiere concentrarse y ponerse en situación histórica, lo tiene crudo.

Entro en una tienda y quiero comprarme un pastelito árabe de hojaldre, pero sólo quiero uno porque son muy dulces y luego me sientan fatal. El pequeño hombrecillo me deja escoger y además me regala 4 bolitas de dulce de miel frito. Salgo entusiasmada con mi regalito y pienso que los comerciantes árabes tienen una gracia especial.

Bajo unas escaleras y después de pasar un arco, las calles cambian y el ambiente también. Entonces sé que me encuentro en el barrio judío.

martes, 4 de noviembre de 2008

Entre los muros de Jerusalén

Desde la posada de peregrinos San Paulus veo, por primera vez, los muros de Jerusalén.

La posada está situada en la parte palestina de la ciudad y para llegar hasta ella, he tenido que arrastrar mis maletas los últimos 200 metros. El taxista, judío, no ha querido atravesar ese muro invisible que corta la ciudad y divide a sus gentes. Me bajo sin hacer preguntas, pero con el propósito de entender esta guerra agazapada en cada rutina.

Dejo las maletas y de dos en dos subo los escalones que me llevan a la terraza. Desde allí, tengo una vista privilegiada de la ciudad amurallada.

Realmente me impresiona la carga histórica y religiosa del lugar, a pesar de que decidí desprenderme de esta última hace ya algunos años. A vista de pájaro distingo, la iglesia del santo sepulcro, alguna sinagoga desconocida, la famosa cúpula dorada, símbolo de Jerusalén y muchas otras pequeñas cúpulas sin nombre. Abajo, en la calle, hay un mercado oriental en plena ebullición que me devuelve a la realidad. Todos gritan al unísono y lo raro, parece que se entienden. El puesto más codiciado, uno de sujetadores inmensos azules y rosas, donde hay hasta cola, lo juro.

La ciudad, de calles estrechísimas, está repartida entre musulmanes, judíos, cristianos y armenios. Después de visitar algunos lugares emblemáticos, prefiero caminar sin rumbo fijo, perderme por las calles y observar a sus gentes.

Pasar de un barrio a otro es cambiar de mundo y de realidad en segundos. El decorado se transforma, los edificios, las tiendas, la indumentaria de sus habitantes, los colores y olores, la extrema limpieza o su tajante ausencia.

A pesar de todo, veo que comparten algo, montones de turistas en trance y grupos de militares armados, dispuestos a meterle un tiro al que alborote.

Luego, más...