Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

viernes, 30 de enero de 2009

De paseo por Abu Dhabi


Hace un par de días visité Abu Dhabi. Al igual que Dubai, es un lugar abrumador donde los grifos pueden ser de oro, los coches llevar una cobertura de diamantes y las cremalleras de los jeans zafiros y esmeraldas. Sí, habéis leído bien.

Este emirato, quinto exportador mundial de crudo, ha conseguido captar ingresos importantes de otras fuentes que le aseguran el bienestar a largo plazo sin esperar a que el grifo del oro negro se agote.

Me dicen que el soberano, de talante patriarcal, comparte esta bonanza con sus "súbditos" ocupándose de que no les vaya mal. Los oriundos, que representan tan sólo el 15% de la población total, tienen seguro médico gratuito en cualquier lugar del mundo y disfrutan de ciertas actividades sin pagar un céntimo, como por ejemplo, ver a Plácido Domingo o a Beyoncé.

Así que cuando miras el cielo de Abu Dhabi, tienes la sensación de que todo resplandece bajo un sol que rara vez les abandona y contemplas esos rascacielos acristalados de brillos metálicos, las amplias avenidas salpicadas de Rolls Royce, las colonias residenciales de lujo y los palacios dorados del emir y te preguntas de qué manera les afecta a estos la crisis.

Me cuentan unos expatriados, que este emirato siempre ha sido más conservador y precavido a la hora de invertir su dinero, por lo cual no se han visto muy afectados por esa duna traicionera que se desliza desde occidente. Sin embargo a los vecinos dubaities, su política de inversión y crecimiento desenfrenado, les está costando más de un disgusto. Además de la caída del turismo, muchos de los proyectos de desarrollo, rascacielos de oficinas, hoteles y apartamentos de lujo en construcción se han visto paralizados, no hay liquidez y empiezan a pensar en conseguirla a través de la carga de impuestos, algo que hubiera sido impensable en otros tiempos, así que chicas, adios a las gangas de Channel o de Valentino. Vaya berrinche que tendrán Posh Beckham o Boris Becker que andaban por allí promocionando inversiones inmobiliarias disparatadas.

Aunque disfruté de la visita, el lugar no me pareció especialmente excitante. Cuando a mí vuelta, recorrí El Cairo hasta llegar a casa, pensé como siempre en la suerte que tengo de vivir en esta ciudad horriblemente-maravillosa.

miércoles, 28 de enero de 2009

De peluquería, hilos e ignorancia.


Vengo de la peluquería. Qué cosmos más interesante se forma en esos espacios llenos de vapores de tinte, cepillos y secadores de pelo.

Esta vez, para hacerlo más difícil todavía, me puse en manos de un sujeto que no hablaba ni una palabra de inglés. Le señalé el nacimiento del pelo y comprendió inmediatamente. Ni se acercó, ni preguntó, pero al cabo de unos minutos apareció removiendo ceremoniosamente el mejunje que había preparado en la trastienda. Diossdioss pensé, cuando me cerró la bata con una enorme aguja de camota roja, que apuntaba peligrosamente a mi escote.

El proceso de teñido no me produjo ningún picor, ni irritación, mareo o desmayo. Me pareció incluso, que el chaval era un perfeccionista y se estaba empleando a fondo en que ni un pelo quedara fuera del radio de acción de la brocha.

Todo salió a pedir de boca. Transcurrido el tiempo reglamentario, me lavó-refrotó y con insistencia consiguió convencerme de que le dejara secarme el pelo, a pesar de que yo llevaba prisa, inventada, por llegar a casa y preparar unos garbanzos que había puesto a remojo el día anterior. Fue toda una suerte que insistiera, porque lo que ví a continuación, mereció la pena.

Mientras me leía el "Hello", vi entrar a unas clientas, cuatro voluminosas féminas de rompe y rasga. Como les tocaba esperar un rato, se fueron al super para hacer tiempo, pero una de ellas, la más joven, se entregó a los brazos de una muchachota que debía ser esteticién. La seguí con la mirada mientras recogía del mostrador un gran carrete de hilo blanco, normal y corriente, que me había intrigado nada más llegar.

La señora que era de cara generosa y redonda, se tumbó en el sillón sin quitarse su pañuelo y la sesión comenzó de inmediato. Yo miraba y miraba, pero no lograba adivinar qué estaba pasando, porque la empleada me daba la espalda y me quitaba visibilidad. Me incliné sin ningún disimulo y vi que había tomado un tramo de hilo y sin cortarlo se lo había colocado entre los dedos de ambas manos como si fuera seda dental, mientras que el carrete sobrante lo había puesto a buen recaudo en su sobaco derecho. Entonces comenzó a realizar movimientos hábiles de derecha a izquierda y pensé extrañada que le estaba limpiando los dientes...jesúsjesús...

Como no las tenía todas conmigo, me moví un poco más, aún a costa de enfadar al fulano que me estaba secando el pelo y me quedé atónita, porque lo que la experta hacía no era otra cosa que frotar enérgicamente la cara de la señora con el hilo y esta fricción iba llevándose todos los pelos que encontraba a su paso y depilando cejas, mostacho, barbilla, mejillas y patillas. La técnica, que parecía exitosa no estaba bien "afinada", puesto que la depiladora iba tirando del carrete a discreción sacando hilo limpio y el que ya estaba usado, lo iba sujetando entre los dientes, con lo cual se le fue haciendo un pequeño ovillo en la boca con el material usado. Me escoré tanto para tener un buen plano que por poco me caigo de la silla y avergonzada dije por señas al del cepillo que yo nunca había visto algo así. Entonces reaccionó ofreciéndome de inmediato una depilación de cejas.

Salí como loca de aquel lugar, emocionada con el hallazgo y llamé a M. entusiasmada. Sabes lo que he visto??? no te lo vas a creer!!!! le cuento con pelos y señales y me dice, pero tú no conoces esto? es la depilación oriental.

Taciturna subo a casa, dejo los garbanzos plof plof plof y me siento a buscar en google. Sin gran esfuerzo encuentro que semejante técnica no sólo no es del todo desconocida, sino que es la preferida de Madonna...cosas veredes...

Os digo una cosa, el mundo es mucho más divertido cuando una es una ignorante, ni color, vamos.

lunes, 26 de enero de 2009

Una de YOGA en hindinglis.

Ayer y después de varios meses de inactividad, retomé mis clases de yoga. Aunque tenía varias opciones que prometían comodidad y limpieza, decidí elegir la más arriesgada. Así que anteponiendo tradición y autenticidad, llegué hasta el Centro Cultural de la India en El Cairo. Qué lugar podría ser mejor, me dije, al fin y al cabo el yoga es originario del Valle del Indo.

Lo encontré en la misma calle que el edificio Yacoubian, entre tiendas chillonas iluminadas con neón rosa y amarillo, típicas heladerías y locales de comida rápida con sabor a comino. Ya en el portal, no conseguí descubrir ninguna indicación que me guiara a través de los pisos. Así que elegí la primera puerta en la planta baja, junto a una placa sujeta por un único clavo roñoso que indicaba el horario de alguna oficina. Aquel pasillo oscuro no conducía más que a un patio interior por donde me salieron al paso unos gatos hambrientos que parecían vigilar su feudo.

Subí al primer piso con cierto susto pasando entre hojas de periódicos atrasados, cartones y objetos varios. Entonces vi el letrero que decía YOGA. Entré en un amplio salón y me sorprendió la pulcra sencillez y confort del lugar que encontré. Perfectamente alineadas estaban las alfombras individuales con las colchonetas. El profesor, sentado en una tarima, se preocupaba por los achaques que traían los alumnos.

Busqué un lugar libre y como en los tiempos de la universidad, cuando tocaba examen, sólo encontré algo en la primera fila, nariz con nariz con el yogi. Desde allí observé con curiosidad al resto de los compañeros.

Las caras que vi, me resultaron simpáticas y sobre todo me maravilló la indumentaria de la mayoría de ellos. En cuestión de ropa deportiva, uno se encuentra de todo, pero lo que había allí, juro que no lo había visto jamás.

Una mujer guapísima, de pelo cubierto, estaba dispuesta a hacer contorsiones con jersey de cuello alto, pantalón de franela y por encima de todo aquello, un vestido de lana marrón que le cubría las rodillas. Otras llevaban varias piezas superpuestas que colgaban como en jirones hasta el suelo ocultando toda la piel. Había hombres que se disponían a hacer el "pino" con pantalones vaqueros y algún que otro con pana gruesa.

Yo, que me había imaginado algo parecido, decidí dejar en casa los pantalones de deporte para adolescentes que vende Zara y que logran tapar apenas las vergüenzas y me busqué uno que me llegara hasta la cintura-ombligo, de manera que cuando tuviera que saludar al sol, no tuviera que mostrar por escasez de tela, el trasero o la rabadilla, algo que sin duda me hubiera dado popularidad inmediata.

Empezó la clase con solemnidad y desde luego, el hombre sabía lo que hacía. Las explicaciones a cada práctica fueron precisas. Sólo hubo un pequeño detalle con el cual no contaba y es que el hombre tenía un deje "pelín" cerrado y los que habéis oído hablar inglés a un oriundo de la India, me entenderéis lo que digo. Hablan fluidamente, pero con un acento de los mil demonios.

A la orden de "birrrrreiiiiiiitiiiIN" "bereeeeertiOT", no supe qué hacer y acabé guiándome por los gestos y sonidos que emitía el profesor, hasta que comprendí que aquello debía ser "breathe in" "breathe out". Más tarde, tuvimos que cerrar los ojos y seguir su voz y no me quedó más remedio que espiarle sigilosamente con ojos entreabiertos intentando vislumbrar lo que estaba haciendo. Si me descubría en alguna ocasión, me decía "clorousss yarrr aiis" plis (léase close your eyes). Y así fui siguiendo una clase que , a pesar de tanto "erererrrrrr" acabó siendo magnífica.

Llegamos al final y hubo que presentarse. Cada uno fue explicando los motivos por los cuales se había inscrito en el curso. Me sorprendió que la mayoría, entre los que había varios universitarios, buscaban armonía y controlar su estrés y me pareció que cada vez es más joven la gente que necesita un manual de instrucciones para esta vida loca.

Salí caminando y llegué hasta los puentes que conducen a la isla y comprobé aliviada que no me alteraba nada, ni siquiera el barullo enloquecido de esta inmensa ciudad.

martes, 20 de enero de 2009

El edificio Yacoubian.

Me dio un vuelco el corazón. La semana anterior, sin conocer la ubicación del inmueble, había estado en esa misma calle y señalando el edificio colindante le dije a P. mira, el Yacoubian debe ser algo así. Durante aquella tarde me urgió la idea de visitarlo y me pregunté si realmente existiría. Cuando llegué a casa, busqué la novela y miré la dirección que Taha, uno de los personajes, escribía en su carta al presidente:

"Vuestro fiel servidor
Taha Mohamed Shazli
Documento de identidad: 19578 Kasr el Nil
Dirección: Edificio Yacoubian, 34 calle Talaat Harb, El Cairo"

Entonces supe que sólo me había equivocado por un número.

Levanté la vista hasta el cielo y lo miré con sorpresa y nostalgia. Así q
ue aquí tenía sus "reuniones" Zaki Bey el Desouki...pensé. Para tener mejor perspectiva, me paré en la acera de enfrente, en medio de oleadas de transeúntes que me adelantaban apresuradamente sin verme, casi zarandeándome y para asegurarme volví a preguntar al dependiente de la camisería, pero es el número 34, verdad? es el edificio Yacoubian, no? Sí, sí, me sonrió echando una pomposa nube de humo entre los dientes.

Crucé a toda prisa, esta vez no me dio tiempo a calcular el tráfico, sin más, serpenteé a toda velocidad esperando llegar sana y salva al otro lado. Delante del por
tal, unos grandes escaparates de ropa iluminados de neón me recordaron la exposición de joyas que Yacoubián debía tener en la época más glamurosa de la ciudad.

El bauab estaba dentro, barriendo un portal que no me dejó imaginarme tiempos más esplendorosos. Subí una escalinata y me di la vuelta disimulando, miré hacia la calle y entonces lo vi. Tejido en un delicado tuvo de neón, en esos momen
tos apagado y cubierto por unas cuantas telarañas leí: N. Yacoubian.

Saqué la cámara y el bauab, que me pareció se tomaba demasiado en serio sus funciones, me dijo con el dedo que no. Por suerte pasaba un inquilino que le quitó autoridad y asintiendo con la cabeza, autorizó comprensivo mi intromisión.

Salí antes de haber saciado mi curiosidad, porque el hombrecillo del turbante y la escoba no me quitaba ojo. Me imaginé que el pobre andaría loco pensando por qué en los últimos tiempos aquel destartalado inmueble despertaba tanto interés.


No había caminado ni dos metros y me arrepentí de haber tirado la toalla tan rápido. Entonces engatusé a P. para que entrara y persuadiera al guardián con una propina. Salió rápido. "Que te sube en el ascensor si quieres" dice levantando
las cejas inquisitivamente. Entonces corrí de nuevo escaleras arriba y salté en un cacharro en evidente decadencia. Mi gozo acabó rápido, porque el viejo taimado me subió y me bajó a golpe de botón sin dejarme ver más que entre rejas, los antiguos y generosos apartamentos de antaño, convertidos hoy en oficinas y locales comerciales de mala muerte.

Salí de nuevo y miré a la azotea intentando descubrir entre los camaro
tes alguno de los secretos no contados en la novela. Así me quedé un rato y descubrí el viejo cine que Aswany refiere ya en la primera página. Hay cosas que sobreviven más de lo previsto.

De vuelta a casa me alegré de no haber visto la película y de haberme confrontado a aquella historia con los paisajes que fabricó mi imaginación a lo largo de sus páginas.

domingo, 18 de enero de 2009

El Cairo. Cuando todos los gatos son pardos

Volver a la rutina de El Cairo es reconfortante. Salir a la calle después de una larga ausencia y hacer cualquier recado, se convierte en todo un acontecimiento. La gente descubre que has regresado y los saludos cordiales y las amplias sonrisas se reparten por doquier. Los policías, amodorrados en sus pequeñas garitas de madera, los bauabs y los empleados de los comercios, se alegran sinceramente de tu vuelta y te saludan desde lejos con grandes aspavientos. Es como regresar a los tiempos en que el barrio era un importante núcleo social donde todos se conocían y todo se sabía.

Así que este recibimiento me animó a dar una vuelta por la isla, aprovechando que la oscuridad iba cubriendo de encanto el paisaje.

El Cairo de noche siempre me ha despertado fascinación. Parece como si en esas horas, en las que todos los gatos son pardos, se produjera su mutación. Pasear entre sus calles y contemplar los maravillosos palacios de la antigua burguesía egipcia, que amparados en la oscuridad de la noche, esconden la decadencia que a veces les rodea, te ofrece una perspectiva diferente de la ciudad, donde lo intrascendente se pierde entre sombras y lo oculto se revela.

Podría parecer que son momentos de calma, de retiro, de serenidad, pero en esta ciudad nada es como parece. El cairota vive en las calles, en cada esquina, en cada portal y siempre le verás sentado en las aceras, charlando animadamente con sus vecinos, compartiendo té, shisha y en ocasiones jugando una partida de backgammon. El ambiente es de algarabía, regocijo y risas, ideal para noctámbulos.

Y cuando todo el mundo me pregunta, si estos paseos nocturnos no son muy peligrosos, tengo que recurrir a las estadísticas para explicar que en este país, el índice de criminalidad es menor al 5%, valor que se encuentra muy por debajo del de países europeos que consideramos muy seguros, entre ellos el nuestro.

Moraleja: "Probablemente no te asaltarán en El Cairo, deja de preocuparte y disfruta."

domingo, 11 de enero de 2009

Estoy aquí, madame.

He regresado a La Victoriosa, a la madre de todas las ciudades, a El Cairo. Lo sé sin levantar la vista del suelo. Mis zapatos nuevos, impolutos, están arruinados. Les cubre una mezcla de los más variados materiales, polvo del desierto, lodo, cemento, barro y cochambres varias. Es su peculiar, pero sincero abrazo de bienvenida.

Ibrahim, mi apañado taxista, tardó una eternidad en recogerme del aeropuerto. Pero dónde estás, le pregunté impaciente al teléfono. Aquí madame, me contestó. Esta respuesta que no tendría nada de particular en otra situación, me dejó perpleja. Aquí? y dónde es aquí? le dije mirando en todas direcciones, esperando vislumbrar entre la multitud una mano lanzándome señales. Entonces, al mejor estilo de los hermanos Marx, me obsequió con unas largas y confusas indicaciones que no arrojaron ninguna luz sobre el lugar en cuestión.

Mientras tanto y confiando en sus promesas de que "aquí" estaba a un paso, arrastré las maletas unos cuantos metros y me dispuse a esperar a un lado de la concurrida entrada. Allí, compartí espacio con un formidable gentío que esperaba alborozado el regreso de algún familiar. Rollizas matronas, exultantes de alegría se contoneaban repartiendo caderazos para abrirse camino, bin, ban, bin, ban y cuando al fin, descubrían al pariente al final del pasillo, se lanzaban a él arropándolo entre su pecho con sus maternales brazos y gritando entre lágrimas toda suerte de parabienes.

Y como la cosa se prolongaba y ya no había pasajeros ni parientes que entretuvieran mi espera, me decidí a llamarle de nuevo y la respuesta fue la misma, estoy "aquí" madame.

Y el dictamen se repitió una tercera, cuarta y quinta vez, hasta que recibí la llamada de un desconocido que me habló en su nombre y que me explicó, en un inglés impecable, que el pobre Ibrahim no había entendido nada y que estaba en la punta opuesta del aeropuerto, perdido y condenado a no encontrarme.

Cuando por fin apareció, nervioso y acalorado, no tuve agallas para decirle ni mú. Me subí al coche y como siempre, nos precipitamos a trompicones en el indomable tráfico de esta ciudad encantada.

martes, 6 de enero de 2009

Un único deseo


He regresado a Colonia, donde pasaré los últimos días antes de regresar al Nilo.

Me recibe una copiosa nevada que deja varios centímetros de nieve. El frío es tremendo, no siento ni la nariz ni la barbilla, debemos estar a varios grados bajo cero. Me encanta la sensación, el aire helado que se cuela por la boca y los copos anidando en el flequillo y las cejas.

Veo que a pesar de la larga ausencia, todavía no he perdido la habilidad para andar entre nieve y hielo sin caerme, aunque de vez en cuando se me escape algún que otro resbalón. En las zonas peatonales se acumulan montones de nieve y a fuerza de caminar se han formado fangosas pistas de barro, nieve y hielo. Inmediatamente asocio esta imagen con el telediario de días anteriores. Los tanques israelíes esperando que los barrizales en los que descansaban se secaran para invadir Gaza por tierra.

Qué vida más horrenda. Apenas hemos celebrado la Navidad, rodeados de lujos, regalos y millones de kilovatios iluminando las calles, mientras en otro lugar del mundo, no tan lejos del nuestro, la gente subsiste en medio de una guerra, sin alimentos, electricidad ni medicinas.

Las imágenes me mostraron montones de hombres y bebés muertos, calles, carreteras y casas destruidas, niños de ojos rojos llorando con las lágrimas más inocentes que haya visto nunca, hospitales cochambrosos donde los gritos horrorizados de las mujeres retumbaban más que las bombas. Y entre tanto, las palabras de los políticos tan bien vestidos y nutridos, sus encuentros, las negociaciones, que seguramente acabarían acompañadas de una cena cara y después, el descanso en cualquier Ritz del mundo. Cuánta ineficacia e hipocresía.

Me avergoncé del calor de mi habitación, de la deliciosa cena que acababa de tomar y de mi capacidad de soportar este tipo de noticias sin que me retumben las entrañas.

Por eso para este año, no quiero más dinero, ni mejor trabajo, ni un armario nuevo o un viaje exótico. No quiero acumular objetos, ni comprar más ropas, ni visitar paraísos caros. Lo que de verdad anhelo es que el conflicto entre judíos y palestinos llegue a su fin, que no se vierta más sangre, que no haya más destrucción, ni más lágrimas ni más gritos. Esto deseo.