Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

lunes, 15 de febrero de 2010

Khan el-Khalili y el valor de las cosas.

El otro día volví a Khan el-Khlalili y como siempre me deslumbró el alboroto que reina en sus callejones, ese ir y venir de gentes y las voces de los vendedores que a gritos te hablan en todos los idiomas intentando descubrir tu origen, "¿espaniola, espaniola? hola hola Coca-Cola".

Cuando ya me habían pasado por la cara una cantidad considerable de absurdos objetos que debía comprar y me habían hecho varias propuestas matrimoniales, ninguna a considerar seriamente, llegó el momento de escapar de aquel hervidero, pero a dónde?.

Dejando la calle principal el ambiente es otro y aunque también bullicioso, como cualquier lugar en El Cairo, hay menos turismo y mucha vida de barrio. Aquí nadie te gritará, tocará o hablará en tu idioma y podrás concentrarte con todos los sentidos en la peculiar vida cotidiana que fluye entre callejones.

Es un buen lugar para comprar en los talleres artesanales que surten al bazar. Te dará un ataque cuando veas los precios y comprendas que la ganga que creías haber comprado cien metros atrás, no es tal y que has pagado por ella hasta cinco veces más su precio.

En estos barrios, los comerciantes hablan poco o nada de inglés y aunque tendrás que entenderte por señas, saldrás airoso, el lenguaje de los dedos es universal...5 dedos, 5 libras.

Y escapando de aquel tumulto llegué a una pequeña tienda de objetos antiguos, destartalados. No había nada que estuviera completo, a todo le faltaba algo, pero el propietario que debía ser de lo más creativo, enderezaba, montaba y atornillaba unos con otros, dejando piezas de diferentes estilos, materiales y épocas.

El vendedor comprendió que yo era su oportunidad y no estaba dispuesto a dejarme escapar, así que se puso a cocinar un té que no hubo manera de rechazar sin armar un conflicto alcance desconocido.

Me senté a esperar en aquella especie de cueva de Alí Babá y recorrí una y otra vez las estanterías intentando descubrir algún objeto completo cuyo valor hubiera pasado desapercibido a su propietario.

En el tiempo que me llevó tomarme aquella bebida hirviente, me dio tiempo a encontrar un par de piezas con una gracia tan especial que quise comprarlas.

Al hombre, simpático y buen negociador, lo mismo le daban 5 que 50 y calculaba unos precios que, válgame el cielo, hasta risa daban. Lejos de rendirme, decidí luchar y me enredé en un largo combate de regateo.

Después de interminables negociaciones, teatro e incluso de salir de la tienda en dos ocasiones hasta que el vendedor volvió a buscarme, logré hacerme con mi trofeo.

Llegué a casa y miré aquellos objetos embelesada. Charlé con P. largo y tendido y pensé si habría pagado un precio justo o no. El calorcito de la incertidumbre me recorrió el estómago, pero decidí ignorarlo.

Los miré de nuevo con regocijo y recordé lo que alguien dijo una vez: "si algo que has comprado es capaz de sacarte una sonrisa, su valor es mucho mayor que el precio que has pagado por ello".

Y sí, aquella historia había merecido la pena.

domingo, 7 de febrero de 2010

Peluquero de hombres.

Mi barrio, además de estar lleno de comercios de lo más variopinto, está bien surtido de pequeñas peluquerías, la mayoría para el público masculino. Los que me seguís habitualmente, sabéis que con sólo nombrar el término peluquería, se me ponen los pelos de punta y que desconfío de todo el que tenga unas tijeras en la mano, sobre todo si se dice llamar "hairstylist".

Pero por fortuna, esta historia no va de mis fatales experiencias con este gremio, sino de las de otros.

Hace ya algún tiempo, al bueno P. se le ocurrió cortarse el pelo en el barrio. A los más curiosos les diré que cuando salió de aquel lugar olía a aceites de indescriptibles e intensos aromas y tuve que mantenerme a una distancia más que razonable para no perder el sentido. Como siempre soy muy solidaria con el dolor ajeno, traté por todos los medios de convencerle de que aquello no estaba mal del todo y de que el pegajoso perfume que todo lo impregnaba, se le iría en un plisplás

Así quedó la cosa y no se habló más del tema. Pero claro, aquel pelo comenzó a crecer dejándose ver el corte en toda su plenitud y el pobre de P. comenzó a transformarse en alguien más parecido a Cristóbal Colón en sus tiempos de descubridor o como mi madre hubiera dicho, a un macero real, pero de los de hace varios siglos.

No lo creeréis, pero hicieron falta varios meses y un par de cortes, para que aquella especie de pelo-casco pasara de nuevo al mundo terrenal y lo más importante, al presente siglo.

Desde aquel día, el barbero en cuestión, que siempre está apostado a la puerta del local, le jalea en cuanto le ve pasar, pretextando que el pelo ya necesita un arreglo. Desde la distancia y con una enorme sonrisa de tú-a-mí-no-me-pillas-más, le dice noooooooo y el hombre, sentido donde los haya, se queda con cara de incomprensión y desamparo.

Pero ayer, incomprensiblemente, P. decidió visitarle de nuevo. No para un corte de pelo, que hubiera sido el colmo de la osadía, sino para un retoque de su bigote y barba. En este asunto no se puede equivocar mucho, me dijo convencido.

La idea me encantó y me pegué a su lado para desvelar los entresijos de aquel local por el que paso todos los días y en el que ronronean tres empleados, al parecer hermanos.

Por suerte, aquello de "sólo hombres", no contaba en el local y me invitaron amablemente a esperar en un sillón de escay destartalado, cuyo relleno de espuma se desbordaba por cada una de las esquinas como si fuera a explotar.

Me fije en los espejos, grandes y desangelados y en una escasa repisa repleta de productos femeninos, pero utilizados en clientes masculinos. Botes de laca y tintes de la marca "Áfricafashion", varios tubos de peeling "freewoman" en aroma fresa, limón y sandía, algunos frascos de crema "sensitive" mal cerrados, cera, gomina, aceite hidratante "Shahrazad" y no sé cuantas cosas más.

Por la pared bajaba el tubo de goma del aire acondicionado que llegaba a descargar el agua a un bote vacío de suavizante para la ropa que habían colocado entre las piernas de un cliente.

Lava cabezas no había, pero sí un destartalado aparato antiguo para hacer tratamientoshidratantes de vapor, de donde habían colgado un par de ambientadores, que me imagino soltarían entre vapores todo su aroma, dejando al pobre cliente ligeramente aturdido.

Unas cortinas de plástico llenas de lamparones, separaban la primera salita de una segunda, que todavía daba más miedo. Por todo mobiliario llegué a advertir una mesa de plástico y varias sillas blancas con una capa de una espesa mugre negra.

Y aunque el panorama os pueda parecer desolador, os diré que el ambiente era de lo más simpático, con una tele colgada del techo que nadie miraba aunque emitía ruidos y varios clientes de la zona, al parecer también expatriados, esperando turno. Sí, habéis leído bien, esperando turno, porque aunque cueste creerlo, el lugar es uno de los más frecuentados del barrio.

Y es que esta ciudad te enseña avalorar y medir las cosas de otra manera, a relativizar hasta que todo se vuelve normal, natural. Es inteligente y necesario para adaptarse y convivir.

Y la barba? impecable. Si ya lo decía él...en este asunto, no se puede equivocar mucho.