Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

miércoles, 24 de diciembre de 2008

FELIZ NAVIDAD


Desde Colonia, con un invernal cielo plomizo y unas calles rebosantes de vida, os deseo queridos amigos, unos días llenos de paz, júbilo e ilusiones; de deliciosos banquetes, de espumosos brindis y de encuentros inolvidables; días de promesas y planes, de buenas nuevas y de alegrías.

Y entre tanto festejo y celebración portaos bien, que ya sabéis que los Reyes Magos todo lo ven y a los niños malos les traen carbón.

Abrazos.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Mi vida a través de las ventanas


Las ventanas siempre han sido importantes en mi vida de expatriada. El recuerdo de aquellos paisajes que me ofrecieron y que me acompañaron tanto tiempo, me arraigaron a todos los lugares que habité.

Todas las casas en las que viví tuvieron grandes ventanales. Recuerdo, desde el antiguo salón, los días de lluvia, nieve y frío en Alemania. La transformación de los árboles, la caída de las hojas y las crujientes alfombras amarillas, naranjas y marrones que lo cubrían todo, la helada y la esperanza de la floración. Recuerdo cada invierno y la llegada de los primeros copos de nieve y las ventiscas que me sacaban de casa entusiasmada, algo heredé de mi padre, que sentía fascinación por el mal tiempo. Gorbea, mi pastora vasca, corría por el monte como si tuviera que vigilar aquellos parajes. Retozaba y escarbaba hundida hasta la cabeza en aquella espuma helada. Llegábamos a casa patinando, no podía tenerse en pie. Enormes bolas de hielo se le formaban en las patas y liberarla de aquello era una pesadilla.

Años más tarde, las ventanas me mostraron palmeras y buganvilias, jazmines y aves del paraíso; limoneros, mangos e incluso café que yo misma planté. Días eternos de sol y tardes de rayos, truenos y lluvias torrenciales que corrían desenfrenadas calle abajo. Recuerdo el Popocatepetl, esperándome cada día, casi podía tocarlo con mi mano, siempre humeante, unas veces nevado y otras pelado, como si la temperatura interior no dejara crecer nada en la superficie. Y aquellas explosiones, recuerdo la puerta de casa retumbando como si un ejército desbocado quisiera entrar en mi cocina.

Y ahora, veo el Nilo. Lo veo por todas las ventanas, cuando leo, escribo o duermo. De día y de noche, iluminado por los altos edificios de su ribera. De día atravesado por barquitos de pescadores, barcazas de transporte, algún esquiador acuático y unas cuantas piragüistas de pelo cubierto. De noche, la cara más kitsch. Las barquitas de colorines, vestiditas de feria y las luces de neón que iluminan los sueños.

Y mañana, desde otros ventanales, veré de nuevo los días de nieve y frío y en un suspiro, disfrutaré de las verdes montañas y de los cielos grises del primer lugar que habité.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Eid Al Adha. Ritual del sacrificio de Abraham.

Esta semana, El Cairo ha cumplido con una de las tradiciones más importantes para el mundo musulmán, la celebración del Eid Al Adha, fiesta llena de ritual y simbolismo religioso que sigue en importancia al Ramadán y que consiste en el sacrificio de un carnero o una vaca en conmemoración del día en que el bueno de Abraham estuvo a punto de sacrificar a su propio hijo.

Aunque os resulte insólito, el lugar preferido para el ritual suele ser la calle, en las transitadas aceras, delante de comercios y viviendas. Para los más tímidos, la bañera de casa es una buena opción, me dicen. La repartición se hace así, un tercio de la carne se regala a los amigos, otro tercio a los más pobres y el último se reserva para el consumo familiar. El sacrificio, me cuenta Mansour, otorga además, el perdón de los pecados a los miembros masculinos de la familia.

Los días previos a la fiesta, anduve con cierta aprensión observando los preparativos que se hacían alegremente en la mayoría de los barrios. Los carniceros, ampliaban sus negocios sacando toldos que cubrían las aceras e iluminaban la calle, asegurándose de que su particular exposición no pasara desapercibida a nadie. Por encima de nuestras cabezas, colgaban los pobres animales que ya habían pasado a mejor vida, desollados, tatuados y listos para el despiece. Caminar en esos días por ciertas calles se convirtió en un juego de concentración para conseguir esquivar los traseros de los animales y no cabecear por distracción contra ellos.

Y así, en cada esquina, iba recopilando nuevas experiencias. En la puerta de uno de los restaurantes más chics de la ciudad, en plena avenida 26 de julio, unos vendedores habían improvisado un establo al aire libre y allí estaban los animales vivos, despeinados y con cara de susto, esperando al piadoso comprador que emularía con ellos al bíblico Abraham. Miré como sin querer ver, con los ojos entrecerrados y les vi ojos de martir. Conté las horas que les quedaban, pobres, pensé y ellos sin saberlo.

En mi barrio, también se veía el trajín. Una tarde, le pillé al bauab del edificio contiguo transportando a un carnero de tremenda ornamenta dentro del carrito del supermercado, ya sabéis, ese en el que normalmente llevamos el pan y la leche. Así, corrió serpenteando por la carretera con el asustado animal pegando brincos hasta que se perdió de mi vista. Otros, menos organizados intentaban arrastrar al bicho sin cuerda ni atadura alguna. Le agarraban de las patas delanteras y así a la brava pretendían hacerle andar. Puse el grito en el cielo y me tapé los ojos, cosa que sólo consiguió despertar la hilaridad de aquellos improvisados matarifes.

Y llegó el día en cuestión y como ya me habían prevenido de que durante las primeras horas, la mayoría de las aceras de El Cairo se convertirían en altares de sacrificio, decidí quedarme atrincherada en casa para esquivar el espectáculo que habría de convertirme en vegetariana para el resto de mis días.

A primerísimas horas de la mañana, cuando todavía me cobijaba el calor de la cama, me despertaron, como si de una inmensa colmena se tratara, millones de voces de El Cairo unidas en la misma plegaria, el balido de los corderos, las oraciones de los muhecines, los sonidos de cada casa, las voces de cada hombre, de cada mujer, de cada niño. Y toda esa fascinante música, unida a un inmenso y extraño silencio provocado por la total ausencia de coches.

Rondando el mediodía, cuando ya creí pasado el peligro, oí el estruendo de un chorro de agua a presión en el patio de nuestro edificio y con curiosidad insana, me asomé a ver qué pasaba. Y allí estaba el bueno de Mohamned, mi bauab, otra vez arremangado hasta el muslo y enseñando sus patitas con sus chancletas de goma. Me temí lo peor cuando le vi de esa guisa, poniendo orden y limpieza en el lugar donde se había dado matarile a algún pobre animal. De él sólo quedaba la despeluchada piel, blanca y negra que arrastraban entre dos hasta los contenedores de basura. El agua hacía el resto y mezclaba y diluía los fluidos en el asfalto.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Habitantes de El Cairo. Gente extraordinaria.

Esta vez , no soy yo la protagonista del suceso que relato, le ocurrió a P. y quien le conozca sabrá que sólo a él le pueden pasar estas maravillosas historias. Me cuenta así:

"Estaba en una de esas concurridas calles del casco antiguo intentando coger un taxi. Ya sabes que es cuestión de segundos que alguien pare a tu lado, me dice. Al primero que baja la velocidad, le grito al modo cairota "Zamalek" y ante mi sorpresa pisa el acelerador y sigue su camino. Me quedo perplejo, pero en cuestión de segundos, tenía al siguiente al lado. Esta vez lo hice a mi manera, así que me subí sin preguntar y cuando estaba cómodamente sentado dije de nuevo, "Zamalek" y como siempre funcionó, el taxista arrancó sin más preámbulos.

Después de un rato, miro al conductor y veo que me observa curioso. En seguida me dice, usted sabe que esto no es un taxi, no? y al ver mi cara de sorpresa añade tranquilizador, "don´t worry sir, no problem".

En ese momento me doy cuenta de que con las prisas me he debido subir en un coche particular, seguramente engañado por su aspecto exterior, bastante deteriorado. Me río a carcajadas de mí mismo y de semejante situación y le pido abochornado que disculpe y que pare.

Me mira muy tranquilo y me dice, no hombre, no, le llevo a donde quiera. Vaya situación, no sé qué hacer, pero me insiste tanto, que me quedo. Entonces, de manera espontánea entramos en conversación y me doy cuenta de que mi improvisado conductor es un hombre pobre pero culto, me dice que es profesor de inglés y eso se nota inmediatamente porque habla el idioma muchísimo mejor que los taxistas que frecuento. En el trayecto tenemos tiempo de hablar de política, de la pobreza en esta enorme ciudad de 22 millones de habitantes y de las enormes dificultades existentes para cambiar las cosas.

A esas horas encontramos muchísimo tráfico, una cosa de locos. A pesar de las enormes colas, va aprovechando cada hueco y adelanta un coche detrás del otro y yo, sacando la mano, le ayudo para que le dejen de nuevo incorporarse a la larga caravana. "Mi profesor de inglés" se dobla de la risa y dándose palmadas en la pierna me suelta, "usted conoce ya nuestro sistema" y suelta una sonora carcajada.

Entonces, como volviendo a la realidad de este mundo, me dice serio, por qué a los europeos no les gustan los niños? me deja perplejo y le digo, de verdad crees eso? pues claro, vosotros apenas tenéis hijos, míranos a nosotros, aunque pobres, nuestras familias son grandes y los chiquillos corren por todas partes... y de nuevo nos enzarzamos en una discusión sobre el sentido de la vida, la pobreza y riqueza en el mundo.

El tiempo pasa volando y sin darme cuenta estoy en la puerta de casa. No se qué hacer, no se si puedo ofrecerle dinero sin ofenderle. Al final, le agradezco tremendamente el favor, le estrecho su mano y le deslizo con mi mejor intención un billete, le va a hacer falta. Me mira agradecido y sigue su camino. Entonces, me doy cuenta de que no le he pedido el número de teléfono...quizá quiera trabajar ocasionalmente de chófer...pero para cuando me doy la vuelta y miro, es demasiado tarde, él ya se ha perdido en el tremendo tráfico de El Cairo".

lunes, 1 de diciembre de 2008

Mercados de Doha. El Waqif, blanco y negro con mucho color.

A primera vista, Doha me pareció una hermana de Dubai sólo que más joven y manejable. Una ciudad planeada y levantada en unos pocos años, siguiendo un minucioso plan de crecimiento. Algo así como una magnífica casa nueva, amueblada de un tirón y carente de objetos que puedan contar la historia de sus habitantes.

El Museo de Arte Islámico, obra de Ieoh Ming Pei, no estaba abierto al público. Según lo expertos, cuenta con una colección de arte importantísima atesorada por la familia real qatarí en las grandes casas de subastas internacionales. Para la próxima, visita obligada.

Tomé otro rumbo y decidí echar un vistazo al centro de la ciudad y ver de cerca todos esos deslumbrantes rascacielos que recortan el horizonte y llenan la noche de brillantes parpadeos. Después, una vuelta por la Corniche, siete kilómetros de paseo junto al mar, especialmente concurrido por las noches. Y para terminar, una visita a El Waqif, el zoco original de Doha, que ha sido reconstruido según el aspecto que tenía a principios del siglo XX, cuando era lugar de encuentro de beduinos comerciantes. Y de todos ellos, este fue el lugar que me entusiasmó.

El Waqif ha sido reconstruido y ampliado recientemente, para dar cabida a cientos de comerciantes. Personalmente prefiero los lugares viejos, exóticos, llenos de colores y delicados olores a incienso y cardamomo, pero este, a mi parecer, olía todavía a nuevo. Sin embargo, me fascinó encontrar en aquellas estrechas calles un auténtico ambiente qatarí, ver a su gente, a menudo oculta a nuestros ojos, desenvolviéndose en su quehacer cotidiano, en las tiendas, las plazas, o paseando entre el gentío y las terrazas.

Me asombró cruzarme con tantos hombres y mujeres de porte orgulloso, envueltos en sus elegantes trajes tradicionales, blancos o negros. Era la primera vez que les veía fuera de la privacidad de los hoteles y sentí que me encontraba en un entorno sumamente exótico que me recordó los relatos del antiguo Oriente.

Entre restaurantes, galerías de arte y terrazas había comercios que ofrecían brillantes tejidos, pequeñas sastrerías donde encargar una camisa típica o un traje a medida, tiendas de halcones adiestrados para la cetrería, barreños de exóticas especias, talleres de instrumentos musicales, alfombras, oro y artesanías. Las mujeres beduinas sentadas en el suelo, vestidas de negro y cubiertas con una máscara de bronce, ofrecían comida, pequeñas alfombras artesanales o tatuajes de henna y las menos, se prestaban resignadas a hacerse una foto con algún turista, por suerte escasos.

Para acabar el día, me incliné por un té con menta fresca, en una terraza bien concurrida. El lugar debía ser muy popular porque en pocos minutos se habían ocupado casi todas las mesas. Los asientos preferidos eran unos enormes sillones acojinados que se podían compartir y que estaban ocupados en su mayoría por amigos de cierta edad que charlaban animadamente.

Al frente había un grupo de músicos, sentados en enormes cojines orientales, tocando folclore de la región, mientras los espectadores les jaleaban con palmas. Desde mi silla observé al resto de los clientes, todos tocados y vestidos de blanco inmaculado y es entonces cuanto tuve la sospecha de que estaba sola entre montones de hombres. Buscando alrededor, descubrí que las mujeres estaban sentadas en otra zona destinada a las familias y las más jóvenes, subidas en la terraza del tejado fumando shisha. La idea me puso algo nerviosa, me disgusta saltarme las reglas de otras culturas, pero vi que nadie me miraba, la cuestión parecía no interesarles en absoluto, estaban a lo suyo, felices, así que me relajé y uní a la fiesta haciendo sonar mis palmas al ritmo de los instrumentos.