
Cuando ya me habían pasado por la cara una cantidad considerable de absurdos objetos que debía comprar y me habían hecho varias propuestas matrimoniales, ninguna a considerar seriamente, llegó el momento de escapar de aquel hervidero, pero a dónde?.
Dejando la calle principal el ambiente es otro y aunque también bullicioso, como cualquier lugar en El Cairo, hay menos turismo y mucha vida de barrio. Aquí nadie te gritará, tocará o hablará en tu idioma y podrás concentrarte con todos los sentidos en la peculiar vida cotidiana que fluye entre callejones.
Es un buen lugar para comprar en los talleres artesanales que surten al bazar. Te dará un ataque cuando veas los precios y comprendas que la ganga que creías haber comprado cien metros atrás, no es tal y que has pagado por ella hasta cinco veces más su precio.
En estos barrios, los comerciantes hablan poco o nada de inglés y aunque tendrás que entenderte por señas, saldrás airoso, el lenguaje de los dedos es universal...5 dedos, 5 libras.
Y escapando de aquel tumulto llegué a una pequeña tienda de objetos antiguos, destartalados. No había nada que estuviera completo, a todo le faltaba algo, pero el propietario que debía ser de lo más creativo, enderezaba, montaba y atornillaba unos con otros, dejando piezas de diferentes estilos, materiales y épocas.
El vendedor comprendió que yo era su oportunidad y no estaba dispuesto a dejarme escapar, así que se puso a cocinar un té que no hubo manera de rechazar sin armar un conflicto alcance desconocido.
Me senté a esperar en aquella especie de cueva de Alí Babá y recorrí una y otra vez las estanterías intentando descubrir algún objeto completo cuyo valor hubiera pasado desapercibido a su propietario.
En el tiempo que me llevó tomarme aquella bebida hirviente, me dio tiempo a encontrar un par de piezas con una gracia tan especial que quise comprarlas.
Al hombre, simpático y buen negociador, lo mismo le daban 5 que 50 y calculaba unos precios que, válgame el cielo, hasta risa daban. Lejos de rendirme, decidí luchar y me enredé en un largo combate de regateo.
Después de interminables negociaciones, teatro e incluso de salir de la tienda en dos ocasiones hasta que el vendedor volvió a buscarme, logré hacerme con mi trofeo.
Llegué a casa y miré aquellos objetos embelesada. Charlé con P. largo y tendido y pensé si habría pagado un precio justo o no. El calorcito de la incertidumbre me recorrió el estómago, pero decidí ignorarlo.
Los miré de nuevo con regocijo y recordé lo que alguien dijo una vez: "si algo que has comprado es capaz de sacarte una sonrisa, su valor es mucho mayor que el precio que has pagado por ello".
Y sí, aquella historia había merecido la pena.