
Confieso que encontrar entre mis encantadores vecinos a una pareja tan exótica, me produjo extrañeza y despertó mi curiosidad por conocer algo de sus vidas.
A fuerza de no encontrarlas las fui olvidando, hasta que ayer mi querida vecina Yasmin, me contó entre té y dulces árabes algo que arrojó luz sobre el asunto, pero que me dejó más asombrada de lo que estaba.
Mira querida, me dijo en un inglés que fluía como un torrente entre sus labios, esa señora fue toda la vida muy normal, educada, culta y médica de profesión. Un día, hace unos pocos años, la encontré cubriendo su cabello con el hiyab, algo que me sorprendió por inusual. Entonces me contó que aquel cambio se debía a que en el hospital en el que trabajaba, se estaba ejerciendo presión sobre las empleadas y se les sugería el uso de ropa más apropiada y acorde con el Islam.
Yasmin, sin estar de acuerdo, entendió su postura y no volvió a sacar el tema, hasta que hace unos meses, la encontró de nuevo junto a su hija de apenas 16 años, ambas irreconocibles bajo un nuevo atavío negro, el Niqab, que sólo dejaba ver sus ojos. Con pesar, le preguntó si todo estaba bien, pero ella sólo contestó: "Dios es el principio y el final de todo". Esta respuesta bastó, me dijo con ojos muy despiertos, ahí ya supe lo que estaba pasando y no debía insistir más.
Nos quedamos un rato en silencio, yo absorta y perdida en un mundo tan desconocido como inquietante.
Suspiró y continuó hilando esta historia con la suya propia. Ahora entenderás por qué decidimos pasar buena parte de nuestra vida en Boston, dijo. Aquel cambio fue necesario para conseguir que mi hija tuviera un pasaporte americano que le permitirá salir de este país si las condiciones empeoran, tener oportunidades y vivir con dignidad en otro lugar del mundo.
Tomé el último sorbo de té y luego de un caluroso abrazo, regresé a casa con el eco amargo de esta historia de mujeres de otros mundos.
*En la foto, señora con Niqab.