Cuando llegué a El Cairo, yo también tuve que buscar un peluquero en quién poder confiar mi más preciado tesoro, mi cabellera. No es que sea la más especial del mundo, no, pero es la mía y no se la confío a cualquiera. Las chicas, entenderéis de lo que hablo, lo sé.
El panorama parecía desolador. Echando un vistazo a las calles, me di cuenta de que una peluquería no debía ser el mejor negocio en un lugar donde la mayoría de las señoras llevan la cabeza tapada. Así que un día, empujada por la necesidad, decidí meterme en una pelu que encontré al lado de casa. A simple vista me pareció moderna y en ausencia de otras alternativas, me lancé.
Aunque los resultados no estuvieron mal, las pasé canutas.
El peluquero, un descerebrado a todas luces, parecía estar clavado con hormigón al suelo. En vez de moverse alrededor de mi cabeza para hacer su trabajo, pretendía que yo hiciera las más absurdas contorsiones. Así, se colocó detrás durante toda la sesión y sin ceder un milímetro de su posición, tiraba firmemente de los mechones de pelo, hasta conseguir que mi cabeza se doblara hacia atrás como un ganso antes de ser degollado. Semejante gimnasia me dejó secuelas que duraron una semana.
Cuando llegó la hora de lavar, me tumbó en un sillón imposible que por poco me hizo perder el conocimiento y para colmo me dio un masaje capilar con tanta presión que pensé que las medidas de mi cabeza no iban a ser nunca las mismas. Salí con la cabeza dormida y con el convencimiento de que la peluquería en Egipto, era otra cosa. Si no me creéis, no tenéis mas que remontaros a la época de los faraones y ver que muchos de ellos eran calvos y los que no, llevaban peluca. Por algo sería.
Así que algunas semanas después, tuve que empezar por el principio y confiando en algunas recomendaciones, aterricé en un salón de lo más "nice", muy del estilo norteamericano con 4 pisos dedicados a tal menester. Vapores, perfumes y flores en cada rincón para recibir a la "crème de la crème" de la sociedad cairota.
Mientras esperaba, me dí cuenta de que muchas de las señoras entraban con la cabeza cubierta con el hiyab y salían igual. No había rastro de rulos bajo los pañuelos ni cosas por el estilo que me hicieran adivinar lo que había ocurrido allí debajo.
Aunque había muchísimo ajetreo, me atendieron rápido. El primer peluquero me dio el color y cuando acabó, me dejó esperando debajo de una infame corriente de aire acondicionado. La presión del aire alborotaba los vapores del tinte y no me dejaba respirar. Por poco no lo cuento.
Desde otra posición más cómoda me tocó esperar los minutos reglamentarios y tuve tiempo de observar el trabajo de alisado de otro peluquero. La clienta, tenía una maraña rizada imposible y el muchacho sudaba la gota gorda para domar aquello. En aquel enjambre trabajaban en perfecta coordinación 3 personas. Uno le daba al cepillo, el otro a la plancha y un tercero, el más bajito, hacía la función de pinza, es decir, iba sujetando los mechones de pelo uno a uno. La operación me dejó estupefacta, con lo fácil que es poner una pinza, pero seguramente la docena sale más cara que una jornada de 8 horas de un pobre aprendiz.
Llegó el turno de mi corte de pelo, y le pregunté al tipo si hablaba inglés, con ojos abiertos y cara de circunstancias me dijo, "yes madame". Le expliqué con calma lo que quería, era facilito, un poco de lo mismo, pero más corto. Me apoyé con gestos para hacer mi relato más gráfico y que no quedara atisbo de duda.
Pronto se puso manos a la obra, primero eligió la navaja y empezó a rebajar por aquí y por allá sin ton ni son. Luego, se lo pensó mejor y cogiendo las tijeras inició una marcha enloquecida destinada a no dejar títere con cabeza. No tuve ninguna duda, aquel tipo o era un orate, o no me había entendido. En vez de arrancarle el artilugio de las manos y darle un cachete, opté por cerrar los ojos y encomendarme a la divina providencia.
Concluida la escabechina, lanzó las tijeras al cesto con aire de artista y se dispuso a secar los pocos pelos que quedaban. Pin, pan, pin, pan, me quemó 3 o 4 veces, le repetí hasta cansarme que el secador estaba muy caliente, y el loco aquel sonreía y seguía, pin pan, pin pan. Decidí reducirle la frase a la mínima expresión y a gritos le dije Hot, Hoooooot, entonces comprendí que aquello de que hablaba inglés debía ser en sueños.
Y ahora todos querréis saber el resultado, no? Pues bien, no tuve que agenciarme un gorrito de lana, no. De manera milagrosa y con un par de coscorrones más, había convertido aquel desbarajuste en algo que no tenía mala pinta, no señor. Pero os digo una cosa, ese elemento no me pone otra vez las manos encima, lo juro!.