Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

sábado, 25 de abril de 2009

Al Misfah, las aguas y las arenas.

Cuando llegué a Al Misfah, me pareció haber traspasado los horizontes perdidos de la legendaria Shangri- La.

Después del largo y tórrido trayecto que asciende entre imponentes y escarpadas
montañas desprovistas de vegetación, encontrar aquel encantador y sombreado oasis me causó una enorme sorpresa que me alejó del mundo y me colocó, en un suspiro, en uno de los frescos y frondosos jardines de las Mil y Una Noches.

Las pequeñas casas, excavadas en la roca hace cientos de años y su entramado de estrechas calles de gruesos muros, cubren de sombra mi paseo. Las huertas en terraza con su especial sistema de canales de riego llamado Aflaj, consiguen que en aquella inhóspita región crezcan las más diversas plantas y flores, palmeras y árboles frutales, limas, mangos y plátanos, cultivos agrícolas e incluso arroz.

La placidez y el frescor serenan el ambiente e invitan a sentarse en alguno de sus rincones y escuchar el discurrir del agua que clara gorjea en los suaves descensos produciendo una música que llena el ambiente de alegre sosiego.

En algunos lugares bien protegidos por la vegetación, me encuentro con vecinos que disfrutan de la charla y de la tranquilidad que propicia el lugar. Sigo caminando entre canales y llego a un lugar que advierte a los hombres de que se encuentran en feudo
de mujeres y que no sigan en esa dirección.

Sigo avanzando por un paisaje de vértigo. De un lado, tengo una enorme ladera de piedra en la que tengo que apoyarme, del otro, un precipicio sin fin y entre ambos un canal de agua por cuyo estrecho muro tengo que caminar. No se oyen ni las moscas,
parece que no hubiera vida. Me cruzo con una adolescente preciosa que acaba de hacer la colada a juzgar por el barreño que porta en su cabeza y pasa sonriente a mi lado, en aquel estrecho camino, sin importarle la desprotegida caída libre.

Regreso y allí donde el paisaje se abre, descubro a un viejillo cuidando su huerta, entre una vegetación exuberante, ajeno al desierto que aguarda afuera. Desde aquel punto hay unas vistas impresionantes de la cordillera. La luz de la tarde matiza los colores y en lugar de parda parece naranja, verde y negra. Hasta donde alcanza mi
vista, sólo veo arenal y piedra.

Llega la hora de irse y abandonar esa improvisada sesión natural de meditación y relajación para adentrarse en las montañas y los perfumes de Omán.

6 comentarios:

JAVIER dijo...

Me parece magico todo lo que describes con precision.
Un abrazo.

Saludos desde Japon.

Nativi dijo...

Resulta realmente atractivo lo que cuentas.
Me encantaría visitar esos lugares.
Un abrazo.

Jelens dijo...

No me puedo creer que haya algo tan verde, tan mágico y tan idílico tan cerca de la nada y el mayor de los desiertos.
Que impresión

Diana dijo...

Hola Celia,

Preciosa descripcion.

Desde luego es impresionante lo que puede llegar a hacer el agua. Como cambia un paisaje tan radicalmente.. Aunque a este cambio tan profundo, entre arena y desierto y vergel y oasis, estaras mas acostumbrada que nosotros, ya que el Nilo hace una funcion parecida.

De todas formas.. no me importaria estar alli, ahora, escuchando el arrurru del agua (es lunes y los jefes estan mas "activos" que de costumbre).

Un abrazo

Celia Ruiz dijo...

Queridos amigos,
como siempre, gracias por pasaros por aquí y por vuestros comentarios.
Un abrazo!!

Noemí Pastor dijo...

Casualmente vi el otro día en la tele un reportaje sobre Omán, un país del que apenas sabemos nada. Interesante.